jueves, 7 de febrero de 2008

Capitulo XIV. De memorias y sombras

A Luis lo dejaron solo, en ese apartamento del centro de Bogotá, y antes de irme a Buenos Aires le prometí no demorarme, le prometí acompañarlo un poco. Qué puedo decir, si por el accidente me quedé más de lo previsto. Cuando llegué, Luis se había mudado ya a Medellín. No soportó la soledad allí en ese segundo piso de la Candelaria. Yo lo sabía, el me había llamado al hospital un par de veces. Antes de tomar el vuelo de regreso a Colombia recibí un mail suyo. Tan doloroso todo. Tanto.

Imaginé la situación, tomé sus ideas, sus frases, construí con eso un alterego de ambos, un puente que hiciera de lo que vivió él y lo que viví yo en algún lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, algo más universal. No lo logré, pero esto fue lo que resultó.

MEMORIA ENTRE SOMBRAS

Estoy de espalda al poniente, contemplando como los últimos rayos de la luz del día rescatan de las tinieblas lo poco que queda de ciudad sin consumir. La ilusión no durará mucho. Solo un par de minutos más y el último dardo de luz atravesará la galaxia para cubrir la superficie de la parte superior de la cima del edificio más alto de la ciudad.

La antena de la torre Colpatria brilla como una línea de luz, como un fino hilo de oro que se deshace ante la llegada de la noche. La oscuridad sin luna se tragará todo en unos segundos. Solo esa cuestión de esperar.

Disfrutar el paisaje parece una orden superior, y como tal la respetó, sentado, paciente.

Luego de que el hilo de oro ha sido tragando por el vacío de la ceguera nocturna, la inmensa sabana se hace visible, y la luz permite, por contraste, que observe los límites de su metrópolis, nunca mía.

Los barrios, ocultos a sus ojos por el resplandor enceguecedor de la luz del medio día, aparecen ante mí en la lejanía, como pequeñas miniaturas que hacen parte de este inmenso pesebre que era Bogotá.

Para cuando solo queda una línea de luz en el horizonte, la ciudad pierde poco a poco la inmensidad de sus terrenos y se va consumiendo sobre sí; las nubes del occidente se tragan, con su densidad, el día.

Oscuridad. Ese es el resultado de la espera. Pero poco a poco las luces artificiales de la ciudad cubren la sabana de pequeños puntos fulgurantes, convirtiéndola en una sábana tejida de estrellas que cubre la tierra para protegerla del frío abrumador de estos parajes.

Desde la terraza puedo ver con total claridad la curva que crean las luces por los pliegues de las montañas alrededor del valle, como si la gran sábana se plegase sobre sí misma en busca de calidez. Y al fondo, donde la ciudad se funde con la sombras, el vacío resultante me hace suponer en el extremo oriental del universo, como si eso que desconozco, incluso esos barrios ajenos a mi rutina que hacen de cualquier manera parte de la ciudad, limitaran de alguna extraña manera con el fin del mundo.

La otra orilla, la opuesta, son las montañas que conforman la cadena oriental de la ciudad.

En medio del humo del cigarrillo contemplo el parque de los periodistas, y en la soledad del parque veo reflejada la soledad de las circunstancias.

No es una falsa alarma. Ella me dejó. Como la luz del sol había cerrado tras de sí un ciclo completo, su partida habría de terminar un ciclo de vida. “Es igual”, me digo. “De cualquier manera no voy a dejar de caminar por eso”.

En medio del parque una niña vende dulces, otra, un poco mayor, marihuana y perico. Las soledad del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás. Mañana la soledad que conjuramos en la noche no será más que el recuerdo de la misma, y reemplazaremos ese recuerdo por una nueva soledad, un poco menos dolorosa en lo posible.

En medio de la noche, de esa bronca que generan los tombos a su paso, de la neurosis de las niñas de las torres de Quesada cuando suben a su casa y no quieren que nadie se les acerque, de las señoras que pasean a sus perros con la correa en una mano y la bolsa en la otra, en medio de las sombras recostadas contra los muros del parque está su silueta delgada; hace visos de mujer sola pero se sabe que no lo está. Señales de humo salen de su boca, pero no son para mí, son parar el mundo. Se hacen grandes a medida que ascienden a los cielos, luego desaparecen y ella espera que alguien las haya captado, porque no quiere estar sola.

En la soledad de la ciudad a media noche se habla de Bogotá y no de la capital. Se habla de la ciudad que acoge pero que no cede. Se habla de la ciudad bohemia que nace en las noches en La Candelaria, la ciudad que pertenece a los sobrevivientes de ella misma y a quienes se les concede como premio la dicha de la barbarie, la compañía en el Chorro de Quevedo de los que son como ellos, la posibilidad de beber sin pensar en la resaca porque la yerba no da esa vaina, o una muerte gloriosa a manos de un asaltante por defender un billete de diez.

Y aquí la ciudad es otro peligro distinto al que los asecha unas cuadras más abajo, en la décima. Aquí el miedo se disfraza de punk o de metacho, o de cualquier miembro de esas tribus de finales del siglo pasado, porque nada nuevo ha nacido aún entre ellos.

Mientras tanto ella se separa del muro y se dirige a la ciudad sin nombre, a ese centro nuestro que llaman Candelaria, pero que tiene todos los nombres de quienes la habitan y la habitaron en los años de gloria de la republica, en los años de Bolívar lanzándose por la ventana para huir de Santander, con la protección de Manuelita, en los años en que las calles no eran la tercera con diez y seis sino la calle del venado y la de la toma de agua o algo así, o la calle del cansancio o la de los fantasmas o la del retiro. Se separa del muro y, con pasos cansados y el cigarrillo en la mano derecha, avanza. Tiene la mirada de los jóvenes de aquí sin serlo del todo, la mirada de nunca mirar por donde va. Tiene la mirada que me gustaba y sin embargo la ciudad se adueña de sus pasos.

Del muro donde estaba avanza en zigzag hasta la esquina del parque. La ventana del edificio de enfrente la ilumina mientras yo, desde la terraza, la veo levantar el rostro hacia la luz. La veo sonreír y luego, como si la ciudad misma hubiese deseado que las cosas pasaran así, desaparece entre casas del siglo XVII y edificios del siglo XX, la ve hundirse en la irregularidad de esa metrópolis nocturna.

Y yo, dueño de mí mismo después de la amargura y un parpadeo anormalmente rápido parar no llorar, bajo las escaleras hasta el apartamento, y me siento en el sofá a esperar que hierva el agua para mi café, que teñirá esa soledad un poco para no compararla con la soledades de nadie. Las soledades del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás, eso lo sabe ya de memoria.

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