miércoles, 4 de julio de 2007

Capitulo VIII. De Anna y las luces en su piel

Bueno… se me está yendo la mano con esto. Demasiada teoría y me interrumpo de golpe con el teléfono. Anna quiere que nos veamos en un rato, de nuevo. Así será porque yo también quiero. No pienso de más en esta historia paralela porque no es necesario, pero hacer un stop sí se hace necesario porque más allá de destapar todas esas cosas que teóricamente me devoran también está eso que me pasa por la cabeza. Hablo de elipsis como quien las conoce, como quien las manipula, como quien se hace cargo de lo que sabe. No es cierto. Es la ignorancia la que da fuerza a este ser para hacer el ridículo exponiendo su punto de vista.

La cita es en el Chorro de Quevedo y no me puedo negar simplemente porque no quiero. No hay necesidad ni orden de ningún tipo mientras cuento los sucesos porque bueno, no hay realmente una línea.

Nos vimos hace días ya por primera vez después de la noche del bar, y ese día la luz se enfrió un poco de más en Bogotá. Digamos que se hizo más densa pero menos fuerte, y mientras atravesaba débilmente las botellas de colores que adornaban el bar de La Candelaria su espectro se hizo distinto para tocarle la piel. Yo mismo me vi distinto ante ella, lo sé, y ridículamente joven. Así es siempre. La brecha generacional, los razonamientos de edades, ella que se lanza al vacío agarrada de su Malboro y yo que salto tras ella sin pensarlo de más; después de un rato de miradas tontas hablamos de otras cosas que nos unan en vez de separarnos.

¿Qué distancia hay realmente entre un hombre y una mujer que no se conocen? ¿Hay más distancia que entre aquellos que se conocen? No lo sé. Se hace difícil de razonar porque cuando encontrás una nena que se abre paso entre tus memorias y las usa como propias, una nena que se hace con tus palabras y las usa como suyas… entonces entendés que esos lazos que se crean en años con algunas personas también se crean de la nada con otras. No hablo de amores a primera vista, no hablo de causas perdidas sin razón aparente, hablo de esa extraña química que une este cuerpo torpe con otro.

Llega un descubrimiento, algo que completa el círculo. Tras la fachada hay un poco más que incita a conocer. No solo es divertida. Eso es todo un merito, claro. Pintáte la cara bonita y después… si no hay nada más simplemente doy marcha atrás. Pero si encuentro una luz, algo que te ilumine el rostro un poco más que este sol deficiente de tarde lluviosa, entonces a lo mejor acepto el riesgo de mostrarte más que mi fachada. Es un juego tonto, quién cae primero, quién cede. No me importa ceder siempre y cuando adivine esa chispa de grandeza, esa tentativa de divinidad, de unidad y autenticidad que solo una nena de verdad tiene.

Tras la malteada y los cigarros queda la sombra de un beso en la mejilla que buscará, a solas, la boca, acaso unas cuadras más allá en la soledad de la silla del autobús. La memoria reconstruye unos labios para hacerlos suyos unos instantes, para crear la imagen de la humedad, de una boca que busca desesperadamente otra boca que busca lo mismo, y que a través de la distancia de esta Bogotá se promete no dejarla ir de nuevo sin plantarle ese beso como es debido.