lunes, 17 de marzo de 2008

Capitulo XIX. De plantas y otras cosas vivas.

Si las cosas pasan, pasan. Si no, no.

Es tan fácil dárselas de racional que uno llega a creer que la vida es así. Punto.

Si llueve las plantas se hidratan. Si no, se secan. Si llueve el humano se enferma. Si no, también, por lo de las plantas. Aquí empiezan los juicios diminutos. El limón es bendito, como dice mi abuela, para una y mil cosas. Yo no lo tolero, tengo gastritis. La leche alimenta y aporta el calcio necesario para evitar la osteoporosis. Yo no la tolero, tengo sensibilidad a la lactosa. El agua es saludable, claro. Yo la odio, no sabe a nada.

Las razones para encontrar en las relaciones vitales con el mundo algo que trascienda son muchas, pero… ¿Qué pasa si simplemente la trama se hace densa a cada segundo? ¿Qué pasa si el nylon se enreda del lado de la vida en cada rama de la orilla, y nos pasamos la vida deshaciendo nudos en vez de prestar atención a la carnada?

Dejamos pasar el pez gordo frente a nuestras narices y no valen las trampas de limón, leche, agua o lluvia.

La sensación que se tiene ante cada imagen femenina que se cruza en tu vida es ¿hago lo correcto dejándola ir? ¿Hago lo correcto reteniéndola? Uno no descansa nunca, y vaya a saber si la estabilidad lo haga descansar. Yo la verdad, prefiero seguir pensando en el limón.

Capitulo XVIII. De Cecilia.

Cecilia nació y creció en Buenos Aires. La conocí por accidente en una fiesta. Hablé con ella mucho más de lo que otra persona, supongo, y con la tristeza de sus ojos entre ceja y ceja escribí esto.

CECILIA

De nuevo da vuelta el mundo y le amanece a Cecilia en este pedacito del planeta. De nuevo la luz que se hace con sus ojos y le deja dentro esas huellas que solo los fotones podrían tatuar en una retina, en esa delgada membrana que cubre nuestras ventanas al mundo. Abre los ojos con pereza, con natural pereza. Es hora de iniciar el día, y sin embargo deja que corra un rato la vida sin ella, deja que se deslice suavemente segundo a segundo por sobre su delgada humanidad, deja que esa luz -que ha llegado a anunciar que un nuevo día lleva ya por lo menos su tercera parte- le acaricie la piel y le caliente lo que la luna ha enfriado en tan pocas horas. Y de paso, como si pidiese en una suplica sin voz que desaparezcan las ojeras que se han formado sobre sus ojos, encara el rayo de sol con los ojos cerrados.

Pero no, el sol de invierno no calienta lo necesario, y minutos después se acerca tambaleándose a la calefacción para aumentar la temperatura. El día parecía enfriar más que la misma noche, y abajo, en la calle, hombres y mujeres se agitan buscando sus destinos y, de paso, un poco de calor del mismo que se fuga lentamente de sus abrigos.

La noche no ha dejado nada nuevo; eso que quedó de esta no es más que la memoria que se extingue dejando cicatrices, haciendo con ella experimentos, como queriendo averiguar cual es el limite de tolerancia, cuanto puede una mujer aguantar resaca tras resaca que nunca haya nadie que se levante al amanecer a subir la temperatura.

Se detiene contra el marco de la ventana, observando cómo se mueven esos pequeños humanos allá abajo, cómo poco a poco se van uniendo y separando y organizando en extrañas figuras, cómo se relacionan entre ellos sin querer y en medio de esos eternos desvaríos encuentran seres iguales entre los iguales, de esos que respiran igual y caminan incluso un poco parecido, pero que además son de esos que tienen dentro cosas que los unen un poco más que a la mayoría. Sin embargo, hay algo en ese vaivén que no funciona como debería. No parece haber puntos de encuentro reales donde unir a esos seres iguales entre los parecidos.

Se detiene. No entiende muy bien de probabilidades, no, pero está muy claro que el caos es más que eventos aleatorio, porque si miras bien, después de unos minutos encuentras que hay sitios donde se repiten eventos, donde el turbulento caudal de humanos gira sobre sí y se retuerce y cambia de rumbo en rompeolas invisibles, pero que dispersan las multitudes y las transforman en pequeños caudales espumosos, y bien abrigados.

Y después de un rato de observación encuentra un punto, un lugar donde convergen casi de manera mágica hombres y mujeres, nunca solo hombres, nunca solo mujeres, un lugar perfectamente normal, pero con una ruptura del azar tan grande que sería imposible no conocer a alguien ahí, alguien que sea distinto, un alguien. No podía ser tan mala en eso de las probabilidades, después de todo, al parecer el alcohol no había hecho tanto daño en ella como su hermana Claudia suponía. O a lo mejor una epifanía, una divina señal la ha hecho encontrarlo, ahí, perdido en las miradas poco analíticas de la población general. Además, si hay daño no ha sido precisamente por el alcohol.

Deja que la caldera caliente el agua allá, bajo el subsuelo del edificio, mientras se tiende de nuevo en la cama y enciende un cigarrillo con un Zippo con la bandera de Inglaterra. No, no lo había conseguido aquí, alguien lo había olvidado sobre la mesa de luz y nunca lo había pedido de vuelta; así que… igual, no hubiera conseguido recordar de quien era.

Gira sobre sí unos segundos teniendo cuidado de no quemar la sabana, aunque no se hubiese notado demasiado. Piensa si sería bueno eso de tener buena memoria, si valdría la pena recordar quién puso sus pies en la playa de su cama. No. Seguramente no, no valdría la pena. Girar así por siempre, eso era mejor. Olvidar tras una vuelta la anterior, y tras la siguiente… no recordar por qué se gira. Igual siempre.

Tras de sí, la cama, y las pantuflas mal puestas bajo sus pies. Su dedo índice derecho hace equilibrio con la lámpara de noche, y sobre toda ella la misma pesadez de hacia unas horas, la misma de hacía tanto. Piensa poco a poco, a medida que arrastra los pies y hace equilibrio, que el mundo ha sido benévolo con ella hasta ahora, a pesar de todo. Acertijos a media luz, en otoños porteños, supone. Titubea un instante y la lámpara se balancea peligrosamente sobre su dedo, una milésima de segundo, no logra reaccionar y la lámpara se estrella con estruendo en el piso. Afortunadamente nunca juega con vidrio, por eso compró una lámpara de plástico. Sin embargo la bombilla, ese pequeño detalle. Mañana, mañana lo arreglará, comprará una nueva y pasado mañana hará equilibrio de nuevo y dentro de un tiempo le enviarán una carta de Philips Internacional nombrándola compradora ho-no-ra-ria. Al final del camino está la ducha, y la espera con las cortinas abiertas y esa ansiedad de caldera retenida que hace que sienta en ella misma la necesidad de estallar.

“Una ducha hirviente, dulce redentora de pecados, agua corriente convertida en sanadora, en panacea, en la cura para esa enfermedad mutante que ha logrado degenerar la voluntad de este ser hasta, hasta, hasta…”. No, ya no lo sabía, ya no había voluntad. ¿Voluntad de qué, para qué? No recordaba bien… “¿Qué fue lo primero que pensé? En el caos, creo… no, momento, eso lo terminé. Lo primero de esto… una cura para esta enfermedad degenerativa, o algo así. Puta memoria, sí, sí, debe ser el trago. Mañana mismo lo dejo. Hoy no sé si pueda, tengo una cita en ese punto neutral de Corrientes y Paraná con un chico equis que no va a poder decir que no, lo sé, lo presiento. A lo mejor después nos vayamos de copas al Down Town, a dar una vuelta menos vulgar cerca al Village, o no sé, donde él quiera. Igual, esta esquina de Corrientes y Paraná… ¿No es Down Town también?”

Y así se pasa la ducha de a pocos, con balbuceos e incoherencias mezcladas, con pedacitos de recuerdos y objeciones a esos recuerdos, con transiciones suavecitas entré agua caliente y fría, que igual, a pesar del invierno y todo eso la piel necesita el agua fría para conservar su elasticidad. Y en medio de todos los recuerdos entra la necesidad, el recuerdo de la analogía con la caldera retenida, y dedos y recuerdos se entrelazan y alteran el espacio y crean plexos y nexos y citan libros y películas y recuerdos no muy lejanos y al final, tras la ducha y los gemidos y los espasmos y las manos que cierran la llave, no queda más que la misma soledad y los pedazos de bombilla en el piso del cuarto. No quiere salir, está pegada a esa llave que le ha quitado la panacea, la cura esa. Pero no importa ya. Después de cerrada, nada importa. Si la abriera de nuevo no abría duda de la posibilidad de continuar, pero el agua fue testigo muda del estallido y bueno, no vale la pena ahora que todo ha pasado volver a recorrer lugares que te han sido arrebatados. No importa si te masturbas una o mil veces más, no importa. Ese recuerdo que usaste se fue por el desagüe. Simple.

Una toalla. Tualla. Como sea. No entiende la necesidad de escribir bien, no la asimila. Eso de escribir las cosas de manera que tengas que pronunciarlas tan falsas es horrible, que así la toalla suena a dialogo de película, a conversación forzada. “Hay tantas palabras así”, se dice, pero cuando pretende enumerar las que conoce con esos inconvenientes recuerda que no es buena para eso, porque siempre que pretende encontrar más ejemplos a sus teorías, por más que se acumulen en su subconsciente, no salen, la traicionan. Y luego viene el ridículo. Y después del ridículo la huída y la soledad. A veces algún chico le recuerda que bueno, que esas cosas pasan pero que algún día recordará lo que quería decir, que él la entiende; pero tras bajar la barrera y asomar las narices de nuevo al mundo, como queriendo ver bien los ojos de esa alma caritativa, ve claramente las intenciones de esa plática tranquilizadora de segunda, y huye. Siempre hay algo detrás, siempre la intención, la estocada que ella evita por milímetros y bueno, vuelve a ser la tonta después de todo, y aparte de todo la rogada.

De cualquier forma todos saben que no es así, que hace falta que la noche avance y el licor y las pastillas y todo eso circule para que sea ella misma quien vuelva a pedir consuelo. Pero nadie lo dice en voz alta, nadie se lo recrimina. A fin de cuentas, nada pierden con tratarla bien.

Está sentada en el pequeño diván púrpura junto a la calle, con una tualla envuelta en la cabeza y su kit de pedicure entre las piernas, desnuda.

Por un segundo cree que el mundo se le acaba cuando en su punto, ese que descubrió hace un rato, se encuentran por un segundo dos chicas. No puede ser cierto. Ahí no. No, por el bien de sus planes. Prefiere suponer que son lesbianas, bisexuales, corrompidas que intentan encontrar en su punto algo de interés, chicas que quieren realizar una fantasía para sí mismas o para sus novios, solitarias que dudan de su sexualidad… “No, no pueden ser como yo”.

El orden se restaura, y sucesos como ese se repiten un par de veces más durante las tres horas de observación. Nada mal, igual. Nadie dice que su ley, la Ley de Cecilia, no tenga excepciones. Eso es suficiente para calmarla.

Para la hora que ha terminado las observaciones -y el pedicure y se ha vestido con unos jeans y una remerita cualquiera- sale del departamento camino al ascensor. Cierra la puerta con calma, sin afanes de nada y el orden necesario, con la llave las dos vueltas a la derecha y la seguridad de tener en su bolsillo la única manera de entrar a casa sin violencia, a su casa, aunque… da la vuelta y se dirige al ascensor sin tener aún claro lo que debe suceder, lo que va a suceder.

Entra después de correr las dos puertas, y mientras inicia el descenso repasa mentalmente los números que aparecen en el tablero digital, tan distante a esa apariencia derruida del ascensor de principios de siglo. Ocho, siete, seis, cinco… cinco un buen rato mientras una señora hace que su niño entre por fin con el balón en las manos y no en el piso, cuatro, tres, dos, uno, planta baja… corre las puertas y da salida primero a la señora, sale y se detiene justo antes de la puerta exterior. ¿Que carajos está haciendo? No sabe.

De repente está confundida, está desubicada, hay algo que anda mal y no sabe que es, tiene miedo de salir y pasar por el lugar que ha descubierto, tiene miedo de no encontrar lo que busca, tiene miedo de encontrarlo. A lo mejor debió pensárselo mejor, tomarlo con más calma, con la tranquilidad que dan el reposo y el buen sueño con la calefacción un poco más alta. Pero no, el recuerdo del comedor empotrado en la pared la deprime, la estufa que calienta la estancia no es más que un paliativo, ese calor que falta es un cuerpo a su lado, el mismo cuerpo siempre; y la necesidad de levantarse en esa soledad, y ver su lámpara de plástico y pensar en un futuro mejor con vidrio y madera le inunda los ojos, ese ser triste por dentro, ese tomar y drogarse y hacer feliz y conceder para llorar después porque no le conceden a ella, y se le inunda las ventanas al mundo con esa agua salada que ha hecho las veces de leche materna tantas veces, dulce redentora de pecados, agua corriente convertida en sanadora, en panacea, en el motor para tomar la decisión y salir con paso firme hacia el punto ubicado entre el kiosco y el poste del semáforo en la esquina occidental norte, entre la luz de pase y las revistas de Play Boy.

Entonces, segundos antes de llegar al punto, la punción del miedo regresa, esa diminuta sensación que crece en cuestión de tres pasos y le llena los oídos con temores. No se detiene, cruza el lugar con toda la esperanza puesta en este hecho, en este acto de fe, y encuentra frente a sí un hombre perfecto, pero ese hombre pasa de largo, y ella se da la vuelta y lo ve alejarse, lentamente.