lunes, 6 de agosto de 2007

Capitulo XI. De crónicas y mentiras

No todo es mentira en lo que sigue, créanlo.

Hace muchos meses que Gustavo me contó una historia de la cárcel de mujeres del Buen Pastor, en Bogotá. Me dejó trastornado. Tras un poco de maquillaje se ve así.


PAISAJE DESDE UNA VENTANA


Los días se hacían largos, casi eternos. La soledad de la celda le hacía sentir tan miserable como era posible y de alguna extraña manera se estaba acostumbrando a su pedacito de mundo. Bostezaba y ponía atención en sus bostezos como si nunca lo hubiera hecho, de la misma manera que ahora seguía el sol desde que salía mientras se arrastraba por el piso de su celda de un extremo a otro, y al tiempo bostezaba y sonreía, cosa que siempre había podido hacer.

La resignación es ante todo un acto de fe; un acto de fe en el vacío y en la miseria, por decirlo así, porque mientras se está más cerca al fondo menos se ve la luz, y la confianza en salir a flote se cambia poco a poco por la de hundirse, como un peso muerto, hasta el fondo de la fosa que nos espera con las fauces abiertas.

Las guardias la trataban bien, y eso ya era bastante. Toda la prisión sabía que era inocente porque se veía en sus ojos, y aun cuando tenía la simpatía de muchas de las internas, no faltaban los roces. Sin embargo no hubo necesidad de contar su historia porque a nadie le importaba; todas se parecen, todas son iguales y distintas bellas y enfermas al tiempo y a su manera, así que ella tampoco preguntaba, aun cuando quería. Ellas imaginaban su inocencia a través de su propia culpabilidad, porque conocían ambos extremos; ella no tenía más que uno de los lados de la soga en la mano.

Hace un tiempo María empezó a pintar las paredes de su celda con vinilos que le lleva su hijo en las visitas. Era un niño fuerte y no se dejaba amedrentar por la cárcel, o por ver a su mamita en ese cuartito tan pequeño y tan poco iluminado. Conseguía los vinilos con la excusa de que eran para él, para la escuela, y los llevaba los fines de semana que tenía visita.

Pintó y se pintó por dentro de color cuando vio las paredes iluminarle la soledad y hacerla menos des y más dicha, y permitiéndole encerrarse en su celda sin que la molestaran, entregada por completo a su labor. Pintó como en años pasados, como en la universidad de nuevo preparando una exposición o dictando la acostumbrada clase de siete los Jueves en el salón 215 del bloque de artes plásticas.

Y había alguien allí que contemplaba con muda fascinación el correr de los días. Emma pasaba a diario a ver los avances. Al principio María no parecía muy a gusto con que la observaran, pero terminó por necesitar su compañía, sus comentarios y su sonrisa inconclusa por la falta de un par de dientes. Emma, la señora de edad que llevaba casi una vida en la cárcel, la señora jardinera que mató a su esposo cuando intentaba violar a su hija.

Emma llegaba en las mañanas y sonreía desde la entrada, y María bostezaba y ambas sabían que el día no sería tan malo si estaban juntas allí, una tejiendo con mano ágil un cobertor de colores para su pequeño refugio, y la otra imaginándose en él.

Las cosas se hicieron así por meses y meses, tiñendo de alegría su rutina, y para finales del primer año la pintura abarcó todas las paredes.
El día que llegó a la cárcel lo único que la animó fue el paisaje que se veía desde su celda, una vista hermosa de esa parte de la ciudad, casas y casas acumuladas unas sobre otras y al fondo, como aplastando toda esa multitud de construcciones desordenadas, las montañas que siempre la regocijaban.

Y eso pintó adentro, para no tener que asomarse a la ventana, para contemplar la inmensidad de la que fue retirada a la fuerza desde la litera cuando, recostada contra una de las paredes, meditaba con la vista perdida en el vacío esperando a que llegara Emma a romper la calma con sus tonterías.

En una nueva visita su hijo le trajo un pincel muy fino, y nuevos colores.

Al principio no supo que hacer, viendo todo cubierto. Sentía que los retoques le quitarían en parte la belleza que tiene la imperfección, porque es la imperfección la que hace hermosa la pintura, esos pequeños detalles que nos hacen notar que no estamos ante una foto, que el espacio fue deformado, que hay salvación mientras no haya necesidad de doblar la naturaleza, sino imitarla a nuestro estilo. Pero pronto encontró el punto. En una pequeña parte del dibujo, en el margen derecho inferior de la pared opuesta a la litera encontró un pequeño lote baldío que equivalía (al mirar por la ventana) a un terreno que hacía parte de la cárcel; y entonces lo supo.

En pocas semanas tuvo este lugar decorado como el mejor de los jardines, lleno de flores de todos los colores y tamaños y formas e intenciones, mientras la excitación de Emma crecía; Hablaba cada vez más del jardín, de sus años de jardinera, daba consejos y nombraba las flores y le decía como colocarlas y como no, y que aquí no puedes poner estas porque la pared les tapa el poniente y lo necesitan, y esto y aquello; y Emma estaba aportando a crear un jardín en el que cualquier pareja de enamorados pudiera pasar la tarde complacida por la belleza que los rodea, perdida en la contemplación el uno del otro y enmarcados en todos los colores con los que los enamorados imaginan el paraíso y esas cosas.

Pocas personas habían visto lo que había hecho, pero bastó que la pintura fuera vista por una sola de las presas para que toda la prisión se enterara. Parámetro humano común eso de no dejar caer media, de ser tan comunicativos con lo que no nos incumbe y tan poco dados a hablar del clima cuando hay algo que decir sobre alguien más.

El mismo día la encargada de la prisión fue a verla. Boca abierta y todo eso. María bostezó y sonrío al tiempo, porque se puede. No había vanidad en su actitud ni mucho menos. Para ella no era meritoria la pintura, era necesaria; y a estas alturas no sabía ella hasta que punto era meritorio lo que se hacía por necesidad.

Días después vino el director del instituto nacional penitenciario.

Nada de hablar de propuestas artísticas ni esas vainas. El punto es que estaba interesado en mirar. Uno de esos tipos que son aficionados al arte sin tener ni idea de la diferencia entre un Münch y un Kinkade. Contempló por largo rato la pintura, los detalles, los colores. Dejó que sus ojos le guiaran en ese acercamiento subjetivo de la realidad. Parecía un niño, alguien que ve el mundo por primera vez. Luego se asomó a la ventana y repitió la operación. Y dibujó en su rostro una sonrisa como quien descubre algo que nadie más ha visto.

Le preguntó a María sobre el jardín: quería saber el porqué de la diferencia. Y María le contó después de un bostezo contenido (realmente no había nada de altanería en su gesto, así que prefirió evitar...) la historia en pocas palabras. Ambos coincidían en que ese pequeño terreno baldío rompía la armonía del conjunto, y que la pintura era un intento de reivindicación de parte de María para con la naturaleza, porque a fin de cuentas toda la concepción de ciudad estéticamente hablando es del hombre, y poco tiene que ver la natura en esto. Bueno, cabe anotar que ambos coincidieron sobre la opinión de María. El director nunca lo hubiese visto así. Pero el mérito está en creerle a María lo que decía.

Todo terminó con un apretón de manos y un respetuoso bostezo.

Un par de semanas después María vio a lo lejos sobre el modelo de su pintura el auto del director nacional acercarse. Y pensó que sería bueno una clase de nuevo. Hacía ya tiempo que no tenía alumnos que la escucharan (porque la buena voluntad de Emma a fin de cuentas no era más que eso, buena voluntad) y el director era tierra fértil y arada para lanzar las semillas y esperar que florecieran.

La visita venia movida por su propio motor: El director quería que el jardín fuese una realidad. María se sentó y no pensó ni por un segundo en bostezar. El director hablaba y hablaba y le decía que quería que ella lo cultivara, que quería ver esos colores en el rincón de la prisión.

Y en un momento de gracia, de esos que solo tienen las Marías, a María se le iluminó la cara como al director hacia días y empezó a hablar a una velocidad que ni ella lo podía creer, diciéndole al director que debía ser Emma la encargada porque ella no era más que una pintora y saldría en poco tiempo y que Emma era jardinera y sabía de flores que no debían ponerse junto al muro para que les diera el sol y que era buena persona y sabía hablar de flores y que era jardinera. El director llamó a Emma y luego de una breve entrevista consintió en que se hiciera así. Y a los pocos días Emma estaba en el lote con tijeras y pala de jardinera, y sombrerito y overol y una sonrisa hermosa.

María salió meses después y dejó de regalo a Emma, con consentimiento del director, su celda. Cuando Emma se mudó encontró algo nuevo en la pintura: la imagen de una jardinera trabajando en su jardín. Lloró y bostezo de felicidad.

Así pasaron los días con María de vuelta en la universidad, dando clases y hablando de Emma a sus amigos antropólogos y sociólogos y siquiatras y sicoanalistas y jardineros. Pintó mucho, para no perder el ritmo que había adquirido en la prisión y fue feliz como se podía.

Medio día. Llamada que no encuentra respuesta y deja mensaje en el contestador. María, venga a visitar a Emma, pasó algo horrible. María que llega tarde con su hijo y escucha el mensaje. Deja el niño en casa de su madre (la abuela del niño) y corre a la cárcel. Entra saludando a todos con expresión afable, pero puede ver que algo anda mal. Lo recibe el director en persona, y tiene la expresión decaída, casi fatal.

El director le pide que tome asiento. Habla del clima y le pregunta por la universidad. María no puede pensar en eso ahora, así que es directa y pide que le aclare que pasó con Emma. El director respira profundo y explica: la semana pasada alguien dejó la verja de las vacas que hay en el terreno aledaño abierta. Cuando Emma bajo al día siguiente al jardín encontró cuatro vacas terminando de comerse las flores y una cantidad de mierda increíble.

María suspira. Sus ojos se llenan de lágrimas hasta el borde y se derraman inevitablemente. Emma está en la celda, continúa el director, deshecha. No ha probado bocado desde el hecho, y pide desesperadamente un pincel y algo de vinilo, para poner en orden la pared.

Capitulo X. De nuestros héroes y recuerdos de niñez.

Peter Gabriel y su pop de los años 80. Una década llena de asombro por la tecnología que irrumpía de manera desesperada. Tantos ámbitos que cambian, tantos equipos nuevos, los sintes estereofónicos, las consolas gigantes con reducción de ruido, la amenaza de la virtualidad sobre los instrumentos acústicos.

¿Creyeron de verdad que se reemplazarían los músicos por las maquinas? Supongo que alguien lo temió; yo mismo lo temo ahora.

Escucho a Peter y me pregunto hasta donde llegaremos si esto se hizo en el 83. Red Rain retumba en La Calera y pienso que los sintes hicieron lo que debían, que quienquiera que los haya tocando en ese disco ( So ) sabía lo que hacia. Luego vuelvo la cabeza a la ventana. Me siento un poco mejor que ayer, y recuerdo a Anna.

Para cuando los 80 comenzaron Anna ya caminaba y seguramente decía mamá y papá. Yo, mientras, no era siquiera un proyecto a concretar. Posiblemente las diferencias generacionales se noten en tonterías como los yingles y las series animadas que cada uno vio en su niñez. A veces, si te ponés a hablar de más sobre eso, terminás encontrando brechas profundas de otra calidad. Pero acá el caso es el Gato Cósmico y mi total desconocimiento del tema. Salió a flote en una conversación de esas de desnudez y noche con estrellas. Ella recuerda con cariño al Gato… y yo mientras tanto no puedo dejar de pensar en esas diferencias. Centella, Meteoro, Barón Rojo, Súper Ratón y cualquier cantidad de superhéroes más con el mismo patrón de conducta, todos los personajes de la Warner, de Hanna Barbera, de Disney… el mismísimo Conde Pátula con su nana que lo llamaba Patolín y su malvado mayordomo Igor, clamores de niñez que llegan en oleadas de risas a medias por no soltar al otro, por no abandonarlo a la deriva de sus propios miedos. Esa noche no vendría ningún superhéroe a cuidar de nosotros, pero nos cuidaríamos el uno al otro, escondidos en un refugio lejos de las calles a las que temo a estas horas, lejos de la ciudad sin héroes de capa y botas.

Capitulo IX. De donde estoy, de donde he estado.

La casa no mide más o menos de lo necesario. Es una pequeña construcción de paredes caprichosas a manera de cabaña. Dos plantas, la segunda con alfombra y un pequeño aparato que debe hacer las veces de calefacción pero que funciona haciendo un ruido estridente.

Rodeada de perros de carretera -no callejeros- y negocios para deportistas intrépidos La Calera se ha convertido en mi santuario de letras vagas y jornadas eternas de películas que subsanan cierta ignorancia temporal (o así lo espero, recordando al poeta García Madero).
Llevo poco menos de una semana aquí, entregado a la labor de reanimar en mí la escritura como modus vivendi. Realmente nunca he vivido de la escritura pero… ¡Dios proveerá! (con dedo señalando al cielo).
Vine a para aquí por cuestiones de amistad, por necesidad. Luego del incidente porteño y antes de asumir de nuevo la vida en Medellín era necesaria una ruptura, si no climática (pasé del invierno al páramo) por lo menos espiritual; este era el lugar perfecto y Gustavo el cómplice necesario.

Creo que no tiene nombre la casa. Antes de marcharme me encargaré de tenerle al menos un apodo.

miércoles, 4 de julio de 2007

Capitulo VIII. De Anna y las luces en su piel

Bueno… se me está yendo la mano con esto. Demasiada teoría y me interrumpo de golpe con el teléfono. Anna quiere que nos veamos en un rato, de nuevo. Así será porque yo también quiero. No pienso de más en esta historia paralela porque no es necesario, pero hacer un stop sí se hace necesario porque más allá de destapar todas esas cosas que teóricamente me devoran también está eso que me pasa por la cabeza. Hablo de elipsis como quien las conoce, como quien las manipula, como quien se hace cargo de lo que sabe. No es cierto. Es la ignorancia la que da fuerza a este ser para hacer el ridículo exponiendo su punto de vista.

La cita es en el Chorro de Quevedo y no me puedo negar simplemente porque no quiero. No hay necesidad ni orden de ningún tipo mientras cuento los sucesos porque bueno, no hay realmente una línea.

Nos vimos hace días ya por primera vez después de la noche del bar, y ese día la luz se enfrió un poco de más en Bogotá. Digamos que se hizo más densa pero menos fuerte, y mientras atravesaba débilmente las botellas de colores que adornaban el bar de La Candelaria su espectro se hizo distinto para tocarle la piel. Yo mismo me vi distinto ante ella, lo sé, y ridículamente joven. Así es siempre. La brecha generacional, los razonamientos de edades, ella que se lanza al vacío agarrada de su Malboro y yo que salto tras ella sin pensarlo de más; después de un rato de miradas tontas hablamos de otras cosas que nos unan en vez de separarnos.

¿Qué distancia hay realmente entre un hombre y una mujer que no se conocen? ¿Hay más distancia que entre aquellos que se conocen? No lo sé. Se hace difícil de razonar porque cuando encontrás una nena que se abre paso entre tus memorias y las usa como propias, una nena que se hace con tus palabras y las usa como suyas… entonces entendés que esos lazos que se crean en años con algunas personas también se crean de la nada con otras. No hablo de amores a primera vista, no hablo de causas perdidas sin razón aparente, hablo de esa extraña química que une este cuerpo torpe con otro.

Llega un descubrimiento, algo que completa el círculo. Tras la fachada hay un poco más que incita a conocer. No solo es divertida. Eso es todo un merito, claro. Pintáte la cara bonita y después… si no hay nada más simplemente doy marcha atrás. Pero si encuentro una luz, algo que te ilumine el rostro un poco más que este sol deficiente de tarde lluviosa, entonces a lo mejor acepto el riesgo de mostrarte más que mi fachada. Es un juego tonto, quién cae primero, quién cede. No me importa ceder siempre y cuando adivine esa chispa de grandeza, esa tentativa de divinidad, de unidad y autenticidad que solo una nena de verdad tiene.

Tras la malteada y los cigarros queda la sombra de un beso en la mejilla que buscará, a solas, la boca, acaso unas cuadras más allá en la soledad de la silla del autobús. La memoria reconstruye unos labios para hacerlos suyos unos instantes, para crear la imagen de la humedad, de una boca que busca desesperadamente otra boca que busca lo mismo, y que a través de la distancia de esta Bogotá se promete no dejarla ir de nuevo sin plantarle ese beso como es debido.

viernes, 29 de junio de 2007

Capitulo VII. De las elipsis en la ficción naciente de un polaco.

Me pregunto, como todos los que siguen el texto aún, hasta donde llegaré con todo esto.

Supongo que tengo derecho al miedo en medio de la locura que me traigo. Cuento lo que me pasa a manera de diario sin fechas y al tiempo divago por caminos aciagos como los del cine y la literatura, acaso amagando un articulo fantasma que no será vendido jamás. Una joda compleja, sí.

Después El Aficionado de Krzystof Kieslowski, quedo con un cierto espacio para hablar, entre comillas.

Filp Mosz, un obrero de una pequeña localidad cerca de Varsovia, compra una cámara Súper 8 para grabar a su hija recién nacida. A medida que trascurre la película los descubrimientos de Filip, semejantes a los de un estudiante de cine, lo envuelven paulatinamente en un mundo en el que el encuadre se convierte en la única visión posible del mundo, y a medida que su búsqueda lo lleva a nuevos amigos y proyectos, lo aleja de esa vida familiar y laboral tranquila que había construido durante años.

Lo que me interesó de manera fortísima –no pienso convertir esto en una reseña cinematográfica- fue el final, el último plano de la película después de todos los acontecimientos negativos en los que se vio envuelto. La libertad que asume poco a poco a medida que el film avanza lo deja completamente solo, y con la certeza de que la construcción de imágenes a partir de la realidad y no de la ficción tiene riesgos difíciles de asumir, desde el punto de vista social sobre todo, para aquellos que lo rodean.

Tiene mucho que ver, desde luego, con la temprana carrera de Kieslowski en el cine documental; según Annet Insdorff, su traductora y amiga, lo que lo instó a cambiar la realidad por la ficción fue la posible persecución o señalamiento de aquellos que cooperaron en sus documentales.

En el último plano, después de un año de sucesos que han afectado su vida personal y laboral, Filip, solo en su apartamento, toma la cámara de 16 mm con la que ha trabajado los últimos meses y, tras asegurarse que esté todo en orden dentro, reconoce la necesidad de invertir los papeles y se apunta con la cámara a manera de suicida; incluso vemos el miedo en sus ojos en el momento de activar el mecanismo. Se da cuenta que solo es libre cuando no es ajeno a la realidad que graba en el acetato; reconoce que solo su realidad le es completamente suya y por tanto no hay peligro para nadie más. Así empieza el relato de la ruptura con su mujer, a manera de epílogo. La imagen se va a negro y a medida que aparecen los créditos escuchamos al fondo rodar la cuerda de su cámara Krasmogorsk-3.

¿Qué es lo interesante? Bueno, el reconocimiento del individuo más allá de su obra, por más sencilla que parezca, por ejemplo, es algo que me interesa. La cuestión moral que afronta Filip tras el despido de dos amigos suyos por el documental que realizó sobre ellos es algo que lo afecta profundamente. Es un hombre que encontró en la narrativa aquello que lo llena por completo y tras ello, como contra-cara, encuentra que la denuncia y la inconformidad son temas espinosos de tratar; siempre hay más puntos de vista que el elegido por el camera-man.

El tiempo que transcurre en la película es de un año, a través de el cual Filip descuida paulatinamente a su familia. Aquel objetivo básico de filmar a su hija no lo llena ya, y cada aparición de su esposa en escena parece romper una fibra más de la soga que los une. No es difícil imaginar entre el humor y la ternura que genera el personaje que el final no será feliz. Es casi un hecho desde una conversación con su esposa en la que las discusiones toman un matiz más agresivo, tras una reunión de Filip con su jefe. Filip le confiesa que necesita algo más allá de la paz familiar y la estabilidad económica. “Un hombre necesita más que un hogar en paz”. La certeza de la busqueda de Filip está ya manifiesta en su asistencia a los talleres de cine, y en sus lecturas: Film y Polityka, diarios nacionales especializados.

Ya que hablo de los diarios polacos puedo darme una licencia para decir algo que me molesta.

A la gente que hace imagen sin ver cine.
A la gente que escribe sin leer.
A la quien compone sin escuchar música.

A todos ellos…

Ojalá se estrellen pronto y dejen el camino a quienes si lo hacen.

No más de cine, me da vueltas la cabeza y suena un timbre.

domingo, 24 de junio de 2007

Capitulo VI. De cómo nombro a Anna como tal por primera vez

Anna, la abogada, me llamó hoy, sin excusas. Anna tiene una historia personal rota y una amiga celosa y compresiva a la vez. Anna no tiene pena de decir lo que le pasó pero lo nombra poco. Anna no duerme, dice Spinetta, y lo que me parece es que si ella no duerme, el que duerme soy yo. Anna bailaba en el bar y un accidente nos unió en un movimiento sordo. La música pasó al plano posterior, degeneró por completo en un cadencioso susurro de lascivia. No nos tocamos, no nos besamos, no hablamos de más. No buscábamos en el otro lo que los demás buscaban. No buscábamos nada. Pero nos encontramos.

Sin hablar siquiera nos sumergimos en el ritmo. No sé cuanto tiempo pasó antes del nombre, antes de la etiqueta del recuerdo. Salió como una pregunta obligada y de ello derivó lo demás. Yo soy Anna, dijo entre el beat agresivo y yo que sonrío con todos mis dientes y digo mi nombre así nada más: César.

He llegado a pensar que lo que necesito es esto. Todo tan raro, tan acartonado. Me estrello en mis vacaciones, me hago mierda, luego viene el hospital, una enfermera solitaria que la agarró conmigo, un doctor de 24 años tan poco fiable, un avión de vuelta a Colombia, una escala en Bogotá y de golpe entre el mareo por el cambio de presión y el principio de gripe llega una nena en un bar medio a oscuras para obligarte a pensar en quedarte unos días.

No necesito teorías literarias, necesito algo de ella. Ella que tiene el cabello de una adolescente. Ella que no quiere ceder. Ella que asciende y desciende en mi cerebro en las noches dependiendo de mi flujo sanguíneo. Ella que llamó por primera vez hace un rato -yo ya la había llamado, no me voy a hacer el conquistador- y prometió llamar mañana. Ella, la que quiere verme de nuevo.

sábado, 23 de junio de 2007

Capitulo V. De las elipsis y otras formas de locura

Otro momento, otra disposición. Pienso en atemporalidades como las que suceden en mis textos y teorizo de nuevo como quien no quiere la cosa.
Hablé con Gustavo, mucho, y en medio del dialogo de medio día y el semáforo en verde, la frase: los recuerdos se narran en presente… cierto, me digo, cierto. Luego lo olvido entre el vino y la comida italiana de no sé cuantas horas.

Sin embargo algo hace que salga ahora de nuevo mientras releo lo que escribí esta mañana. La línea temporal nunca me ha preocupado. En mis textos hay rupturas tan extremas que recaen bajo el manto de descaradas. Pero uno piensa, ¿está mal eso? No lo creo, me contesto indeciso al principio. Pero cada vez aparecen argumentos más validos que simplemente no pretendo anotar por puro respeto a los teóricos de verdad.

Uno puede creer que es necesaria la linealidad en la literatura para crear un hilo conductor lo suficientemente coherente que haga que la historia se sostenga sola. Sin embargo, más allá de la linealidad en el término más puro, están las nuevas teorías que amplían el universo literario en su forma narrativa. No es narrar en orden, es narrar de manera que la totalidad de la forma lleve a suponer la historia en su estado puro. Así las elipsis (esa palabra de nuevo) tienen un valor mucho más allá de la omisión de partes narrativas enteras a manera de solución o inconformidad con los sucesos omitibles, punto de fuga para quien poco la ha usado. Se convierten en sí mismas en un lenguaje alternativo que fundamenta una tendencia. No puedo hablar por eso de una técnica nueva. Solo es mirar bien en el cine y te das cuenta que es una soberana tontería hablar de la elipsis como elemento nuevo. Para mí lo nuevo no es precisamente el salto, la dispersión temporal. Lo nuevo está en la subjetividad de la forma, en la omisión de más elementos narrativos, incluso hasta el límite de los riesgos confusos, donde es el lector-espectador quien acomodará las piezas del rompecabezas de manera inconciente. Ahora, es una propuesta. No me juzguen si lo que hago no sale así.

Es necesario, ante todo, contar con un lector-espectador dispuesto a aceptar el choque, el atropello al que será sometido. Mirá, leéte esto, no, no está en orden, no, no te van a decir que pasó en ese lapso, no, no importa si no te lo dicen, imaginálo vos. Igual asusta un poco desde cualquier lado, yo sé… bueno, no lo leás, alguien más lo hará.

Releo… si, da susto, miedo, terror, cuco, espanto, pavura… imaginá que un día te toque omitir un aspecto importante de tu historia personal, y que no lo elijas al azar sino que sea una elección fundamentada en pro de la necesidad narrativa, por un bien exacto. ¿Será que encontrás un motivo para rescatarlo o incluso para omitirlo felizmente? Bueno, siempre lo hay, para eso no hay que hacerse joda…

En este momento podría omitir por ejemplo la llamada de Anna de hoy, pero seguramente no omitiría la de mañana. No hubo tal llamada hoy, y sin embargo nadie dice que si no la nombro no existe. En algún momento la huella de esa mujer aparecerá en el texto como un fantasma, bajo el humo y la luz del bar del centro, aún cuando no sepa cómo, porque simplemente no es más que un principio.

Si he evitado hasta el momento su nombre es solo por divagaciones extra, por pensar de más en las conversaciones con Edgardo y el cambio de altura que derivó en un soroche digno de un ascenso vertiginoso al K2.

jueves, 21 de junio de 2007

Capitulo IV. De Juliette y su soledad

Conocí a una chilena encantadora en Buenos Aires. Hermosa, además. Pero ese no es el punto. Ella me contó una historia de una colombiana en Santiago. Esta historia.


Juliette y el vacio


Desde el mismo momento en que entró al apartamento supo que las cosas eran ya materia del pasado, pequeñas colisiones cósmicas de nada con nada, polvo de recuerdo y nada más.

Las horas, con su pasar lerdo, habían hecho de Juliette un manojo de principios de historias inconclusas, un pedazo que sin las demás piezas del engranaje no es más una burla al mecanismo.

Su vida, anuncio de distancia y recuerdos fugaces, de pequeños rayos que, a pesar de fugarse de una estrella en la inmensidad, no eran precisamente el eco de la grandeza del universo, de esa grandeza que ella no compartía, porque a pesar del ser parte del todo, no era mucho en realidad.

Miraba fijamente el cristal, y tras el cristal, desenfocadas, estaban las formas que creía conocer de ese mundo que hizo suyo por un tiempo y ahora se le iba de las manos. Veía como corría, como se hacia mundo en sus acciones solo por el hecho de ignorarla, como ratificaba que la existencia no estaba ahí por ella, como giraba una y otra vez ahora como lo había hecho desde siempre, desde esa eternidad antes de su nacimiento. No era necesaria, allí, apoyada contra el vidrio de su apartamento. No era necesaria.

Podía hacer un esfuerzo, entrar. Deberíamos caber todos, se dijo, todos sin exclusiones. Pero era ella quien se había excluido, era tan claro. No había sido Daniel cuando la dejó, ni su jefe cuando la trasladó a Santiago en pleno invierno. No fue ninguno de los que la ignoró en la ciudad, tampoco quienes intentaron integrarla.

Mientras abría la ventana pensaba en delfines y en la tienda de su barrio, pensaba en todo lo que perdía y en todo lo que ganaría, en lo triste que es el golf para quienes lo ven y en su madre. Pensaba en una mañana en el Ferri rumbo a Colonia, en el mate que nunca digirió y en el café, sobre todo en el café. Pensaba en hacer de sí una guerrera y afrontarlo, en jugar golf como su padre y no en verlo jugar a él. Pensó en días de verano lejanos, en su oficina, en que había olvidado siempre el nombre del conserje en el trabajo. Pensó en Daniel y luego, sin pensar más, se dejó caer.

Nadie preguntó quien era durante el levantamiento. Ni el portero la reconoció. Se estrelló de frente contra el mundo, murió con la imagen del vació grabada en la pupila.

lunes, 18 de junio de 2007

Capitulo III. De culpas literarias y tangueras

Todas las teorías que hay a mi alrededor sobre la relación espacio-temporal no son más que eso, teorías. Es absurdo, pero cierto, y eso tampoco es nuevo. Nada es nuevo, tampoco las historias de enfermeras -por eso no profundizo-, y por instantes miro la pantalla entre los parpadeos como queriendo encontrar la ruta que me lleve a la coherencia. Siempre desisto. Cansa un poco la filosofía barata, cansa. El problema y la ventaja en uno solo. La teorización sirve como catalizador. En medio de la marea anárquica de pensamientos siempre hay algo que rescatar, punto a favor. Luego viene la depuración, y uno se aburre barriendo de a pocos el texto, como queriendo que las cosas estén mejor dichas, como diciendo, “hay que pulir, hay que pulir”.

Releo… ¿Pulir? A la mierda la estética del hacedor-de-perfectos. Para mí el punto real, el meollo del asunto, está aquí, en la búsqueda, en el camino, en la ruta, en lo no-decantado, en lo no-terminado. No se cuenta una historia completa, las elipsis de las historias no llevan a nada concreto en el plano narrativo. Nada parece enlazar. Demasiados desvaríos, demasiados. El personaje se describe desde adentro, no desde afuera. Se describe desde lo que piensa de sus acciones, no desde sus acciones mismas. La relación con los demás se hace clara en su ausencia. No hay líneas temporales que respetar. No hay espacios precisos para nada, no hay “un lugar” para los textos dentro del libro, sino una infinidad de combinaciones que nacen de la misma ausencia de linealidad. Así es como sucede, y faltan cosas, y hay agujeros, y alguien empieza a odiar a otro sin una aparente razón, y puede que luego lo sepamos y puede que no pero la verdad es que lo importante ahí es el odio y no la razón. Literatura de vida, literatura anti-literatura. No destructiva, no anti… momento, suena agresivo. Así Piazzolla no era anti-tango, pero lo destruyó para darle de nuevo un significante, más allá de la comercialidad y la realidad de que hasta a Hitler le gustaba el tango… y cómo no, si era humano a pesar de... bueno, no sé. Sigo, lo que pienso está más relacionado con la anti-cultura, supongo, pero no mezclemos conceptos, tomémoslo con soda que si no, sabe a mierda.

Puedo crear perfectamente un texto de taller literario, una composición sobre la vaca para mañana y luego de final una novela (frase de Edgardo Lois durante una charla en Buenos Aires, copy right… de cuando en vez lo que haré será reconstruir pedazos de conversaciones con él sin tomar en cuenta quien dijo qué; no es facilismo, es falta de memoria).

Así mismo puedo perfectamente desvariar y toparme con la literatura en la sonrisa de una linda abogada en el bar Escobar Rosas una de esas noches de bienvenidas y aguardiente… es así, supongo.

La literatura de principio y fin, de orden, de planteamiento-nudo-desenlace, es totalmente valida si querés vender a amas de casa que aprendieron a leer para descifrar las etiquetas y las recetas que les dejó la abuela, la literatura de los hijos de esas madres que nunca tuvieron un libro en casa, esa la literatura que alguien pidió alguna vez en una librería de Buenos Aires con una sola necesidad, que no la hiciera pensar de más. Lindo, ¿no?

Y uno dice, bueno… este tipo vendió siete-millones-de-copias de ese librito nuevo, leámoslo. Y luego de la página quince querés un trago, no, necesitas un trago. Para mediados del libro te decís, “qué perdida de tiempo”, afortunadamente no lo compraste, te lo prestaron. Ese mismo día lo devolvés tras leer la última página. Literatura sin culpas para no culpables. Te pasás el libro entero asumiendo que la mala suerte del personaje es una cuestión mental y que esa grandísima cagada que hizo era necesaria, que hay que ser egoísta a veces. Y bueno, cerrás el libro siendo feliz. No hay que asumir el mundo. Es la ley. Y para cuando cruzás la calle simplemente no bajás la mirada porque el mendigo anciano no es tu culpa.

Capitulo II. Del cielo y la comida

Ayer me dije a mí mismo que dejaría de lado la pensadera. Trato de hacerlo pero día a día me hago más esclavo de la computadora como medio de redención. De otra forma no puedo pensar en salvarme luego, cuando me toque a mí…
Si hay un cielo, espero que no sea muy amplio, soy ágora-fóbico. Espero un buen clima y sobre todo buena comida. Una anciana amiga de mi abuela me dijo hace años que no pensara en esas cosas, que después de la luz ya las necesidades terrenales se convierten en necesidades espirituales, en alabanza eterna.

No puedo imaginar eso. Rezar mucho y comer poco.

No, gracias.

Capitulo I. De cómo empiezan y suceden las cosas

Me llamo Cesar, y puedo decir con certeza que hoy sucedieron y sucederán cosas. A veces no suceden por espacios de tiempo prolongados, pero hoy sí. La fuerza de la mano izquierda ha vuelto, supongo. La de la derecha dudo que se vaya alguna vez, pero uno nunca sabe. Tengo la misma fuerza de siempre en ambas, también sé que no es más que antes, por lo menos no por ahora. Sin embargo sucedieron y sucederán cosas, lo siento en el aire y en la confusión con la que escribo.

Aprendí en estos días a levantarme al miedo y a mirarlo a los ojos. Aprendí a “hacer” que sucedan las cosas, a buscarlas. Aprendí a amanecer con el día como si de ello dependiera mi existencia. Igual, es así, pero uno trata de mermarle protagonismo a lo inexorable, a lo que se sale de estas manos unidas tratando de retener el tiempo que se filtra como agua por entre los dedos.

Cuando uno se levanta al miedo aprende también a levantarse al asombro, porque tras cada respiración vital de temor, de desesperación, la fascinación por el final inminente es fuerte, por la fragilidad que sostiene el fiel de la balanza en medio, la maravilla te mira a los ojos por entre el miedo, te mira como parte del miedo, pero al mismo tiempo funciona como algo que te rescata de las sombras, una pequeña rendija en la celda.

No hay hilo aquí, no digo que pasa o qué pasó… un viaje, un accidente… una incapacitación prolongada en el extranjero en un hospital tan poco mío, una enfermera amable que cuando supo que no tenía quien cuidase de mí –según ella por mi vida de turista en el extranjero, según yo por física incapacidad- fue personalmente a mi departamento temporal por un par de pijamas, mi cepillo, mi desodorante y tres libros que encontró en la mesita de luz.

Continúo. No hay pretensiones en esto, y esto implica que el miedo está y no lo puedo negar. Si no estuviera simplemente escribiría tranquilo y no nombraría la sombra, pero está ahí. No nombrarla no la hará desaparecer.

Entran y salen pensamientos de manera casi aleatoria. Sobretodo entran. Esto que alcanzo a hablar de a pocos, a escribir de a pocos, es realmente una parte ínfima. Johnny, El Perseguidor, lo sabía. El tiempo se pliega sobre sí mismo de manera asombrosa, así que no es nuevo eso tampoco.

Parece que pasaron siglos desde el choque y la amistad con Fiorella, la enfermera. Parecen siglos porque simplemente hay que añadirle la distancia entre el Centro de Atención Intermedia del barrio Boedo hasta esta cabaña de campo en La Calera, Bogotá. Pero las distancias se atenúan si pensás que no vale la pena recordar a la enfermera por más complacencias a escondidas de por medio que hubiera, en contra de la prescripción medica de evitar esfuerzos.