lunes, 17 de marzo de 2008

Capitulo XIX. De plantas y otras cosas vivas.

Si las cosas pasan, pasan. Si no, no.

Es tan fácil dárselas de racional que uno llega a creer que la vida es así. Punto.

Si llueve las plantas se hidratan. Si no, se secan. Si llueve el humano se enferma. Si no, también, por lo de las plantas. Aquí empiezan los juicios diminutos. El limón es bendito, como dice mi abuela, para una y mil cosas. Yo no lo tolero, tengo gastritis. La leche alimenta y aporta el calcio necesario para evitar la osteoporosis. Yo no la tolero, tengo sensibilidad a la lactosa. El agua es saludable, claro. Yo la odio, no sabe a nada.

Las razones para encontrar en las relaciones vitales con el mundo algo que trascienda son muchas, pero… ¿Qué pasa si simplemente la trama se hace densa a cada segundo? ¿Qué pasa si el nylon se enreda del lado de la vida en cada rama de la orilla, y nos pasamos la vida deshaciendo nudos en vez de prestar atención a la carnada?

Dejamos pasar el pez gordo frente a nuestras narices y no valen las trampas de limón, leche, agua o lluvia.

La sensación que se tiene ante cada imagen femenina que se cruza en tu vida es ¿hago lo correcto dejándola ir? ¿Hago lo correcto reteniéndola? Uno no descansa nunca, y vaya a saber si la estabilidad lo haga descansar. Yo la verdad, prefiero seguir pensando en el limón.

Capitulo XVIII. De Cecilia.

Cecilia nació y creció en Buenos Aires. La conocí por accidente en una fiesta. Hablé con ella mucho más de lo que otra persona, supongo, y con la tristeza de sus ojos entre ceja y ceja escribí esto.

CECILIA

De nuevo da vuelta el mundo y le amanece a Cecilia en este pedacito del planeta. De nuevo la luz que se hace con sus ojos y le deja dentro esas huellas que solo los fotones podrían tatuar en una retina, en esa delgada membrana que cubre nuestras ventanas al mundo. Abre los ojos con pereza, con natural pereza. Es hora de iniciar el día, y sin embargo deja que corra un rato la vida sin ella, deja que se deslice suavemente segundo a segundo por sobre su delgada humanidad, deja que esa luz -que ha llegado a anunciar que un nuevo día lleva ya por lo menos su tercera parte- le acaricie la piel y le caliente lo que la luna ha enfriado en tan pocas horas. Y de paso, como si pidiese en una suplica sin voz que desaparezcan las ojeras que se han formado sobre sus ojos, encara el rayo de sol con los ojos cerrados.

Pero no, el sol de invierno no calienta lo necesario, y minutos después se acerca tambaleándose a la calefacción para aumentar la temperatura. El día parecía enfriar más que la misma noche, y abajo, en la calle, hombres y mujeres se agitan buscando sus destinos y, de paso, un poco de calor del mismo que se fuga lentamente de sus abrigos.

La noche no ha dejado nada nuevo; eso que quedó de esta no es más que la memoria que se extingue dejando cicatrices, haciendo con ella experimentos, como queriendo averiguar cual es el limite de tolerancia, cuanto puede una mujer aguantar resaca tras resaca que nunca haya nadie que se levante al amanecer a subir la temperatura.

Se detiene contra el marco de la ventana, observando cómo se mueven esos pequeños humanos allá abajo, cómo poco a poco se van uniendo y separando y organizando en extrañas figuras, cómo se relacionan entre ellos sin querer y en medio de esos eternos desvaríos encuentran seres iguales entre los iguales, de esos que respiran igual y caminan incluso un poco parecido, pero que además son de esos que tienen dentro cosas que los unen un poco más que a la mayoría. Sin embargo, hay algo en ese vaivén que no funciona como debería. No parece haber puntos de encuentro reales donde unir a esos seres iguales entre los parecidos.

Se detiene. No entiende muy bien de probabilidades, no, pero está muy claro que el caos es más que eventos aleatorio, porque si miras bien, después de unos minutos encuentras que hay sitios donde se repiten eventos, donde el turbulento caudal de humanos gira sobre sí y se retuerce y cambia de rumbo en rompeolas invisibles, pero que dispersan las multitudes y las transforman en pequeños caudales espumosos, y bien abrigados.

Y después de un rato de observación encuentra un punto, un lugar donde convergen casi de manera mágica hombres y mujeres, nunca solo hombres, nunca solo mujeres, un lugar perfectamente normal, pero con una ruptura del azar tan grande que sería imposible no conocer a alguien ahí, alguien que sea distinto, un alguien. No podía ser tan mala en eso de las probabilidades, después de todo, al parecer el alcohol no había hecho tanto daño en ella como su hermana Claudia suponía. O a lo mejor una epifanía, una divina señal la ha hecho encontrarlo, ahí, perdido en las miradas poco analíticas de la población general. Además, si hay daño no ha sido precisamente por el alcohol.

Deja que la caldera caliente el agua allá, bajo el subsuelo del edificio, mientras se tiende de nuevo en la cama y enciende un cigarrillo con un Zippo con la bandera de Inglaterra. No, no lo había conseguido aquí, alguien lo había olvidado sobre la mesa de luz y nunca lo había pedido de vuelta; así que… igual, no hubiera conseguido recordar de quien era.

Gira sobre sí unos segundos teniendo cuidado de no quemar la sabana, aunque no se hubiese notado demasiado. Piensa si sería bueno eso de tener buena memoria, si valdría la pena recordar quién puso sus pies en la playa de su cama. No. Seguramente no, no valdría la pena. Girar así por siempre, eso era mejor. Olvidar tras una vuelta la anterior, y tras la siguiente… no recordar por qué se gira. Igual siempre.

Tras de sí, la cama, y las pantuflas mal puestas bajo sus pies. Su dedo índice derecho hace equilibrio con la lámpara de noche, y sobre toda ella la misma pesadez de hacia unas horas, la misma de hacía tanto. Piensa poco a poco, a medida que arrastra los pies y hace equilibrio, que el mundo ha sido benévolo con ella hasta ahora, a pesar de todo. Acertijos a media luz, en otoños porteños, supone. Titubea un instante y la lámpara se balancea peligrosamente sobre su dedo, una milésima de segundo, no logra reaccionar y la lámpara se estrella con estruendo en el piso. Afortunadamente nunca juega con vidrio, por eso compró una lámpara de plástico. Sin embargo la bombilla, ese pequeño detalle. Mañana, mañana lo arreglará, comprará una nueva y pasado mañana hará equilibrio de nuevo y dentro de un tiempo le enviarán una carta de Philips Internacional nombrándola compradora ho-no-ra-ria. Al final del camino está la ducha, y la espera con las cortinas abiertas y esa ansiedad de caldera retenida que hace que sienta en ella misma la necesidad de estallar.

“Una ducha hirviente, dulce redentora de pecados, agua corriente convertida en sanadora, en panacea, en la cura para esa enfermedad mutante que ha logrado degenerar la voluntad de este ser hasta, hasta, hasta…”. No, ya no lo sabía, ya no había voluntad. ¿Voluntad de qué, para qué? No recordaba bien… “¿Qué fue lo primero que pensé? En el caos, creo… no, momento, eso lo terminé. Lo primero de esto… una cura para esta enfermedad degenerativa, o algo así. Puta memoria, sí, sí, debe ser el trago. Mañana mismo lo dejo. Hoy no sé si pueda, tengo una cita en ese punto neutral de Corrientes y Paraná con un chico equis que no va a poder decir que no, lo sé, lo presiento. A lo mejor después nos vayamos de copas al Down Town, a dar una vuelta menos vulgar cerca al Village, o no sé, donde él quiera. Igual, esta esquina de Corrientes y Paraná… ¿No es Down Town también?”

Y así se pasa la ducha de a pocos, con balbuceos e incoherencias mezcladas, con pedacitos de recuerdos y objeciones a esos recuerdos, con transiciones suavecitas entré agua caliente y fría, que igual, a pesar del invierno y todo eso la piel necesita el agua fría para conservar su elasticidad. Y en medio de todos los recuerdos entra la necesidad, el recuerdo de la analogía con la caldera retenida, y dedos y recuerdos se entrelazan y alteran el espacio y crean plexos y nexos y citan libros y películas y recuerdos no muy lejanos y al final, tras la ducha y los gemidos y los espasmos y las manos que cierran la llave, no queda más que la misma soledad y los pedazos de bombilla en el piso del cuarto. No quiere salir, está pegada a esa llave que le ha quitado la panacea, la cura esa. Pero no importa ya. Después de cerrada, nada importa. Si la abriera de nuevo no abría duda de la posibilidad de continuar, pero el agua fue testigo muda del estallido y bueno, no vale la pena ahora que todo ha pasado volver a recorrer lugares que te han sido arrebatados. No importa si te masturbas una o mil veces más, no importa. Ese recuerdo que usaste se fue por el desagüe. Simple.

Una toalla. Tualla. Como sea. No entiende la necesidad de escribir bien, no la asimila. Eso de escribir las cosas de manera que tengas que pronunciarlas tan falsas es horrible, que así la toalla suena a dialogo de película, a conversación forzada. “Hay tantas palabras así”, se dice, pero cuando pretende enumerar las que conoce con esos inconvenientes recuerda que no es buena para eso, porque siempre que pretende encontrar más ejemplos a sus teorías, por más que se acumulen en su subconsciente, no salen, la traicionan. Y luego viene el ridículo. Y después del ridículo la huída y la soledad. A veces algún chico le recuerda que bueno, que esas cosas pasan pero que algún día recordará lo que quería decir, que él la entiende; pero tras bajar la barrera y asomar las narices de nuevo al mundo, como queriendo ver bien los ojos de esa alma caritativa, ve claramente las intenciones de esa plática tranquilizadora de segunda, y huye. Siempre hay algo detrás, siempre la intención, la estocada que ella evita por milímetros y bueno, vuelve a ser la tonta después de todo, y aparte de todo la rogada.

De cualquier forma todos saben que no es así, que hace falta que la noche avance y el licor y las pastillas y todo eso circule para que sea ella misma quien vuelva a pedir consuelo. Pero nadie lo dice en voz alta, nadie se lo recrimina. A fin de cuentas, nada pierden con tratarla bien.

Está sentada en el pequeño diván púrpura junto a la calle, con una tualla envuelta en la cabeza y su kit de pedicure entre las piernas, desnuda.

Por un segundo cree que el mundo se le acaba cuando en su punto, ese que descubrió hace un rato, se encuentran por un segundo dos chicas. No puede ser cierto. Ahí no. No, por el bien de sus planes. Prefiere suponer que son lesbianas, bisexuales, corrompidas que intentan encontrar en su punto algo de interés, chicas que quieren realizar una fantasía para sí mismas o para sus novios, solitarias que dudan de su sexualidad… “No, no pueden ser como yo”.

El orden se restaura, y sucesos como ese se repiten un par de veces más durante las tres horas de observación. Nada mal, igual. Nadie dice que su ley, la Ley de Cecilia, no tenga excepciones. Eso es suficiente para calmarla.

Para la hora que ha terminado las observaciones -y el pedicure y se ha vestido con unos jeans y una remerita cualquiera- sale del departamento camino al ascensor. Cierra la puerta con calma, sin afanes de nada y el orden necesario, con la llave las dos vueltas a la derecha y la seguridad de tener en su bolsillo la única manera de entrar a casa sin violencia, a su casa, aunque… da la vuelta y se dirige al ascensor sin tener aún claro lo que debe suceder, lo que va a suceder.

Entra después de correr las dos puertas, y mientras inicia el descenso repasa mentalmente los números que aparecen en el tablero digital, tan distante a esa apariencia derruida del ascensor de principios de siglo. Ocho, siete, seis, cinco… cinco un buen rato mientras una señora hace que su niño entre por fin con el balón en las manos y no en el piso, cuatro, tres, dos, uno, planta baja… corre las puertas y da salida primero a la señora, sale y se detiene justo antes de la puerta exterior. ¿Que carajos está haciendo? No sabe.

De repente está confundida, está desubicada, hay algo que anda mal y no sabe que es, tiene miedo de salir y pasar por el lugar que ha descubierto, tiene miedo de no encontrar lo que busca, tiene miedo de encontrarlo. A lo mejor debió pensárselo mejor, tomarlo con más calma, con la tranquilidad que dan el reposo y el buen sueño con la calefacción un poco más alta. Pero no, el recuerdo del comedor empotrado en la pared la deprime, la estufa que calienta la estancia no es más que un paliativo, ese calor que falta es un cuerpo a su lado, el mismo cuerpo siempre; y la necesidad de levantarse en esa soledad, y ver su lámpara de plástico y pensar en un futuro mejor con vidrio y madera le inunda los ojos, ese ser triste por dentro, ese tomar y drogarse y hacer feliz y conceder para llorar después porque no le conceden a ella, y se le inunda las ventanas al mundo con esa agua salada que ha hecho las veces de leche materna tantas veces, dulce redentora de pecados, agua corriente convertida en sanadora, en panacea, en el motor para tomar la decisión y salir con paso firme hacia el punto ubicado entre el kiosco y el poste del semáforo en la esquina occidental norte, entre la luz de pase y las revistas de Play Boy.

Entonces, segundos antes de llegar al punto, la punción del miedo regresa, esa diminuta sensación que crece en cuestión de tres pasos y le llena los oídos con temores. No se detiene, cruza el lugar con toda la esperanza puesta en este hecho, en este acto de fe, y encuentra frente a sí un hombre perfecto, pero ese hombre pasa de largo, y ella se da la vuelta y lo ve alejarse, lentamente.

lunes, 11 de febrero de 2008

Capitulo XVII. De lo inminente.

Se acerca poco a poco la hora de marcharme de aquí. No, no soy fatalista, no hablo de muertes prematuras o ascensiones en cuerpo y alma, pero si de deberes en otras ciudades y necesidades económicas que se acrecientan con las horas.

Mientras miro el reloj moverse cerca al ocaso me pregunto donde quedan las buenas intenciones cuando no querés construir nada realmente, cuando hacés castillos de naipes en mesas cojas y prentendés que duren el tiempo suficiente como para que la vida te deje recordarlo.

Anna se fue un tiempo de la ciudad por cuestiones de trabajo y yo mientras tanto sigo escribiendo como quien piensa que nada ha pasado. Y… en realidad es así, me digo. Me iré en unos días, eso no cambia.

Hoy, mientras caminábamos detrás del Palacio de Nariño me alentó a quebrar un par de vidrios del edificio para sacarme un poco la bronca con el presidente pero, antes que nada, me advirtió que a la hora del arresto ella no me conocería. Bueno, dije yo, lo acepto. Nos reímos un rato puliendo pormenores. Para cuando tomamos la decisión el palacio había pasado unas calles atrás. No fue demasiado difícil cambia de tema y, al momento de la despedida, hasta pronto y que te vaya bien, quedó en mí la sensación que debía quedar: Que la de verdad no estaba lejos.

Uno no se aferra, pero el cuerpo llama. Uno no se apega pero la boca recuerda. No es cuestión de superar el embate de los hechos como si de mártires se tratara. No hay distancia más grande que la que creamos nosotros, y esta distancia entre ella y yo la inventamos como medio de distracción. El bus se aleja entre el trancón de la 10 y yo me subo a lo primero que veo que me lleve hasta donde pueda tomar el bus a La Calera.

(…)

Si su amor fue flor de un día

por qué causa siempre en mí

esa cruel preocupación

(…)

Nostalgias de escuchar su risa loca

y sentir junto a mi boca como un fuego

su respiración

Angustia de sentirme abandonado

y pensar que otro a su lado pronto, pronto

le hablará de amor

Me siento torpe citando el arrabal con su pesimismo, no me moriré, pero es que cuando una canción ataca por la espalda en un instante como este, ¿cómo puede uno huir?.

Capitulo XVI. De lo que no hice por (el) accidente

¿Qué iba a hacer al barrio de Boedo el día del accidente? Nada realmente importante, pero lo cuento nada más porque por el accidente quedó truncada la traída a Colombia de un regalo importante en la vida de uno de mis mejores amigos.

Sur es un tango, tan conocido como muchos otros pero nunca con las connotaciones de Cambalache o El día que me quieras. Solo hasta mi llegada a Buenos Aires me enteré de lo inmensamente repetitivo que es el hecho de que a alguien le guste ese tango. Nunca se entera uno de eso cuando se esta lejos del puerto y, de cualquier forma, es el tango favorito de mi amigo Luis, y no hay como cambiar eso.

Un día, después de una de esas amenísimas conversaciones literario-musicales con Edgardo Lois en su departamento de Independencia al tres-mil-algo, tomando café y morfando pepas con mermelada de membrillo a la sombra de Tom Waits, salí a darme una vuelta por el barrio de los fantasmas del arte porteño.

Boedo tiene dentro de sí un extraño encanto. No hay parques, no hay atractivos arquitectónicos que no encontrés con mayor claridad en Palermo o en Recoleta. Pero cuando entrás a un café como el Margot, por ejemplo, sentís que el azar puede ponerte en cualquier momento frene a un fantasma como el de Pichuco o, por qué no, el mismísimo Homero Manzzi.

Homero vivió y creció cerca de Aníbal Troilo, Pichuco para sus amigos, en el ambiente tanguero de los años treinta y cuarenta. Cerca del año 1945 se enteró de la cercanía de su inevitable final a manos de un cáncer. Nace la letra de Sur con todo el dolor y la nostalgia, con toda la tristeza que se puede humanamente poner en algo tan triste de por sí como el tango, y es su amigo Pichuco quien lo musicaliza. Años después muere Manzzi y el círculo se cierra.

SUR

San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo,

Pompeya más allá La Inundación,

tu melena de novia en el recuerdo

y tu rostro flotando en el adiós

La esquina del herrero, barrio y pampa,

tu casa, tu vereda y el zanjón

y un perfume de yuyos y de alfalfa

que me llena de nuevo el corazón.

Sur, paredón y después…

Sur, una luz de almacén…

Ya nunca me verás como me vieras

recostado en la vidriera y esperándote.

Ya nunca alumbraré con las estrellas

nuestras marchas sin querellas

por las noches de Pompeya,

las calles y las lunas suburbanas,

y mi amor en tu ventana,

todo a muerto, ya lo sé.

San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido

Pompeya y al llegar al terraplén,

tus veinte años temblando de cariño

bajo el beso que entonces te robé.

Nostalgia de las cosas que han pasado,

arena que la vida se llevó,

pesadumbre del barrio que ha cambiado,

y amargura del sueño que murió.

Sur, paredón y después…

Sur, una luz de almacén…

Ya nunca me verás como me vieras

recostado en la vidriera y esperándote.

Ya nunca alumbraré con las estrellas

nuestras marchas sin querellas

por las noches de Pompeya,

las calles y las lunas suburbanas

y mi amor en tu ventana,

todo a muerto, ya lo sé.

En la esquina de San Juan y Boedo, en frente del café Sur, al que se refiere la canción y que se ha convertido en una pecera publicitaria de seven-up, está el café show Esquina Homero Manzzi. Allí fui a parar yo ese día. Un café con dos medias lunas, único menú a la mano de un estudiante turista, me ayudó a fijar la imagen del café en la retina y en el paladar –tenía que reforzar de alguna manera la impresión-, y mientras jugaba con la taza del café reconocí, a pesar de mi ignorancia en el tema del solfeo, la inscripción de la taza; En tinta negra, bellamente dibujada, estaba la partitura de la primera parte de la línea de la voz de Sur, con la firma de Manzzi. Me maldije una y mil veces por no andar con dinero a la mano para estos casos y me fui con la idea de volver luego para comprar como fuese la taza para mi amigo Luis.

Al día siguiente, con dos chicos argentinos que conocí por accidente en El fin del mundo, en San Telmo, me dirigí a la esquina a comprar la dichosa taza.

Lo que aún no entiendo es el afán del taxista en cruzar como una tromba la esquina de San Juan, cuando en esa dirección, bajando por Boedo, no hay que cruzar San Juan, la entrada del café esta justo antes, junto a la entrada del Subte. Misterios porteños que nunca descifraré.

Capitulo XV. Del paraíso: Palestina e Israel en un nuevo filme.

Ese chico que se inmola en un autobús en Tel-Aviv no es religioso. No ha preguntado si al final vendrán dos ángeles a recogerle o si Alá estará orgulloso de él. Ese chico lleva el estigma de ser el hijo de un colaborador de colonos, de judíos, de trabajar en un taller de mecánica donde los clientes nunca ven derechos sus parachoques recién reparados y reciben un tratamiento especial cuando tocan fibras sensibles del pasado del mecánico. Ese chico es un poco mayor que Anna y yo, pero no demasiado, y reacciona ante la primera falla de la operación subversiva -en la que él es el centro junto a su mejor amigo- con un miedo que parece dominarlo. Los que vemos desde fuera no entendemos ese terror. Nunca nos han atado bombas en el tórax. Por lo menos a mí no. Anna dice que a ella tampoco. Anna toma jugo de mora mientras me mira de reojo.

Imaginá el miedo que causa, más que la misma bomba que llevás encima, dudar de una decisión que tomáste hace meses ya, es un honor que lo hagás, eso te dicen, pero qué si no buscas honor, si no buscas redención, mejor reventar como igual que vivir como inferior, y te das una vuelta por la ciudad que no volverás a ver con la intención de encontrar la verdad, y pasan las horas y es la verdad quien te encuentra a vos justo antes que los amigos que te buscan y luego, como si no fuera poco, te relevan de la misión, pero no, la decisión está intacta, no falló la fuerza, no falló una fe inexistente, flaqueó el medio, casi te convencen que había otras formas, para mí las hay, para ella también, sí, pero para vos no y lo respeto, así que se toman las medidas que se necesitan, se hacen los preparativos, y cuando ese amigo que amás duda junto a vos lo salvás porque él tiene derecho a la duda, vos no, vos lo metiste en esto, vos lo sacás de esto, no buscas redención, ahora lo tenés más claro que nunca.

Mejor reventar como igual que vivir como inferior.

jueves, 7 de febrero de 2008

Capitulo XIV. De memorias y sombras

A Luis lo dejaron solo, en ese apartamento del centro de Bogotá, y antes de irme a Buenos Aires le prometí no demorarme, le prometí acompañarlo un poco. Qué puedo decir, si por el accidente me quedé más de lo previsto. Cuando llegué, Luis se había mudado ya a Medellín. No soportó la soledad allí en ese segundo piso de la Candelaria. Yo lo sabía, el me había llamado al hospital un par de veces. Antes de tomar el vuelo de regreso a Colombia recibí un mail suyo. Tan doloroso todo. Tanto.

Imaginé la situación, tomé sus ideas, sus frases, construí con eso un alterego de ambos, un puente que hiciera de lo que vivió él y lo que viví yo en algún lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, algo más universal. No lo logré, pero esto fue lo que resultó.

MEMORIA ENTRE SOMBRAS

Estoy de espalda al poniente, contemplando como los últimos rayos de la luz del día rescatan de las tinieblas lo poco que queda de ciudad sin consumir. La ilusión no durará mucho. Solo un par de minutos más y el último dardo de luz atravesará la galaxia para cubrir la superficie de la parte superior de la cima del edificio más alto de la ciudad.

La antena de la torre Colpatria brilla como una línea de luz, como un fino hilo de oro que se deshace ante la llegada de la noche. La oscuridad sin luna se tragará todo en unos segundos. Solo esa cuestión de esperar.

Disfrutar el paisaje parece una orden superior, y como tal la respetó, sentado, paciente.

Luego de que el hilo de oro ha sido tragando por el vacío de la ceguera nocturna, la inmensa sabana se hace visible, y la luz permite, por contraste, que observe los límites de su metrópolis, nunca mía.

Los barrios, ocultos a sus ojos por el resplandor enceguecedor de la luz del medio día, aparecen ante mí en la lejanía, como pequeñas miniaturas que hacen parte de este inmenso pesebre que era Bogotá.

Para cuando solo queda una línea de luz en el horizonte, la ciudad pierde poco a poco la inmensidad de sus terrenos y se va consumiendo sobre sí; las nubes del occidente se tragan, con su densidad, el día.

Oscuridad. Ese es el resultado de la espera. Pero poco a poco las luces artificiales de la ciudad cubren la sabana de pequeños puntos fulgurantes, convirtiéndola en una sábana tejida de estrellas que cubre la tierra para protegerla del frío abrumador de estos parajes.

Desde la terraza puedo ver con total claridad la curva que crean las luces por los pliegues de las montañas alrededor del valle, como si la gran sábana se plegase sobre sí misma en busca de calidez. Y al fondo, donde la ciudad se funde con la sombras, el vacío resultante me hace suponer en el extremo oriental del universo, como si eso que desconozco, incluso esos barrios ajenos a mi rutina que hacen de cualquier manera parte de la ciudad, limitaran de alguna extraña manera con el fin del mundo.

La otra orilla, la opuesta, son las montañas que conforman la cadena oriental de la ciudad.

En medio del humo del cigarrillo contemplo el parque de los periodistas, y en la soledad del parque veo reflejada la soledad de las circunstancias.

No es una falsa alarma. Ella me dejó. Como la luz del sol había cerrado tras de sí un ciclo completo, su partida habría de terminar un ciclo de vida. “Es igual”, me digo. “De cualquier manera no voy a dejar de caminar por eso”.

En medio del parque una niña vende dulces, otra, un poco mayor, marihuana y perico. Las soledad del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás. Mañana la soledad que conjuramos en la noche no será más que el recuerdo de la misma, y reemplazaremos ese recuerdo por una nueva soledad, un poco menos dolorosa en lo posible.

En medio de la noche, de esa bronca que generan los tombos a su paso, de la neurosis de las niñas de las torres de Quesada cuando suben a su casa y no quieren que nadie se les acerque, de las señoras que pasean a sus perros con la correa en una mano y la bolsa en la otra, en medio de las sombras recostadas contra los muros del parque está su silueta delgada; hace visos de mujer sola pero se sabe que no lo está. Señales de humo salen de su boca, pero no son para mí, son parar el mundo. Se hacen grandes a medida que ascienden a los cielos, luego desaparecen y ella espera que alguien las haya captado, porque no quiere estar sola.

En la soledad de la ciudad a media noche se habla de Bogotá y no de la capital. Se habla de la ciudad que acoge pero que no cede. Se habla de la ciudad bohemia que nace en las noches en La Candelaria, la ciudad que pertenece a los sobrevivientes de ella misma y a quienes se les concede como premio la dicha de la barbarie, la compañía en el Chorro de Quevedo de los que son como ellos, la posibilidad de beber sin pensar en la resaca porque la yerba no da esa vaina, o una muerte gloriosa a manos de un asaltante por defender un billete de diez.

Y aquí la ciudad es otro peligro distinto al que los asecha unas cuadras más abajo, en la décima. Aquí el miedo se disfraza de punk o de metacho, o de cualquier miembro de esas tribus de finales del siglo pasado, porque nada nuevo ha nacido aún entre ellos.

Mientras tanto ella se separa del muro y se dirige a la ciudad sin nombre, a ese centro nuestro que llaman Candelaria, pero que tiene todos los nombres de quienes la habitan y la habitaron en los años de gloria de la republica, en los años de Bolívar lanzándose por la ventana para huir de Santander, con la protección de Manuelita, en los años en que las calles no eran la tercera con diez y seis sino la calle del venado y la de la toma de agua o algo así, o la calle del cansancio o la de los fantasmas o la del retiro. Se separa del muro y, con pasos cansados y el cigarrillo en la mano derecha, avanza. Tiene la mirada de los jóvenes de aquí sin serlo del todo, la mirada de nunca mirar por donde va. Tiene la mirada que me gustaba y sin embargo la ciudad se adueña de sus pasos.

Del muro donde estaba avanza en zigzag hasta la esquina del parque. La ventana del edificio de enfrente la ilumina mientras yo, desde la terraza, la veo levantar el rostro hacia la luz. La veo sonreír y luego, como si la ciudad misma hubiese deseado que las cosas pasaran así, desaparece entre casas del siglo XVII y edificios del siglo XX, la ve hundirse en la irregularidad de esa metrópolis nocturna.

Y yo, dueño de mí mismo después de la amargura y un parpadeo anormalmente rápido parar no llorar, bajo las escaleras hasta el apartamento, y me siento en el sofá a esperar que hierva el agua para mi café, que teñirá esa soledad un poco para no compararla con la soledades de nadie. Las soledades del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás, eso lo sabe ya de memoria.

Capitulo XIII. De mi torpeza, los claveles y los tomates

Mística matemática esa de creer que el número perfecto puede ser el dos cuando nuestro sistema es decimal. De 0 a 10, ¿Dónde clasifica este ensueño? Vida mía que no sos mía: hoy que no aparecés te hago parte de la memoria para que me duela menos esta herida que me hice cocinando. Yo de torpe la meto con toda, ¿no?, sé que te reís en la distancia, nena desconocida o conocida a medias. ¿Dónde estará el secreto que me hará decir que te conozco? ¿Cuál será esa pequeña fábula olvidada que me hará sentir único en vos? A lo mejor no la habrá nunca, y me estoy preocupando de más en tocarte en el recuerdo con los dedos de esta mano derecha cuya fuerza no se ha ido nunca. Los dedos de la izquierda ahora, aparte de las huellas del accidente, tienen la marca de la estupidez culinaria.

Deme niña esa boquita

tan llena de encanto,

clavelito tilcareño,

clavelito blanco…

Cómo se unen las cosas. Escucho a Juan Quintero cantando folklore argentino y te asumo dentro de su música. Nunca te dije clavel y ahora te ligo solo porque la imagen me parece tentadora.

Los tomates están listos, solo queda que me de la gana de usarlos en el plato que preparo, pero tengo bronca aún por esta cortada tan pendeja que me duele como nunca. Uno viene tranquilo con sus tomates y suena una canción y le llega de golpe la imagen de una mujer desnuda y ya fue que te vas arrancando medio dedo.

Bueno, esas cosas pasan.