viernes, 29 de junio de 2007

Capitulo VII. De las elipsis en la ficción naciente de un polaco.

Me pregunto, como todos los que siguen el texto aún, hasta donde llegaré con todo esto.

Supongo que tengo derecho al miedo en medio de la locura que me traigo. Cuento lo que me pasa a manera de diario sin fechas y al tiempo divago por caminos aciagos como los del cine y la literatura, acaso amagando un articulo fantasma que no será vendido jamás. Una joda compleja, sí.

Después El Aficionado de Krzystof Kieslowski, quedo con un cierto espacio para hablar, entre comillas.

Filp Mosz, un obrero de una pequeña localidad cerca de Varsovia, compra una cámara Súper 8 para grabar a su hija recién nacida. A medida que trascurre la película los descubrimientos de Filip, semejantes a los de un estudiante de cine, lo envuelven paulatinamente en un mundo en el que el encuadre se convierte en la única visión posible del mundo, y a medida que su búsqueda lo lleva a nuevos amigos y proyectos, lo aleja de esa vida familiar y laboral tranquila que había construido durante años.

Lo que me interesó de manera fortísima –no pienso convertir esto en una reseña cinematográfica- fue el final, el último plano de la película después de todos los acontecimientos negativos en los que se vio envuelto. La libertad que asume poco a poco a medida que el film avanza lo deja completamente solo, y con la certeza de que la construcción de imágenes a partir de la realidad y no de la ficción tiene riesgos difíciles de asumir, desde el punto de vista social sobre todo, para aquellos que lo rodean.

Tiene mucho que ver, desde luego, con la temprana carrera de Kieslowski en el cine documental; según Annet Insdorff, su traductora y amiga, lo que lo instó a cambiar la realidad por la ficción fue la posible persecución o señalamiento de aquellos que cooperaron en sus documentales.

En el último plano, después de un año de sucesos que han afectado su vida personal y laboral, Filip, solo en su apartamento, toma la cámara de 16 mm con la que ha trabajado los últimos meses y, tras asegurarse que esté todo en orden dentro, reconoce la necesidad de invertir los papeles y se apunta con la cámara a manera de suicida; incluso vemos el miedo en sus ojos en el momento de activar el mecanismo. Se da cuenta que solo es libre cuando no es ajeno a la realidad que graba en el acetato; reconoce que solo su realidad le es completamente suya y por tanto no hay peligro para nadie más. Así empieza el relato de la ruptura con su mujer, a manera de epílogo. La imagen se va a negro y a medida que aparecen los créditos escuchamos al fondo rodar la cuerda de su cámara Krasmogorsk-3.

¿Qué es lo interesante? Bueno, el reconocimiento del individuo más allá de su obra, por más sencilla que parezca, por ejemplo, es algo que me interesa. La cuestión moral que afronta Filip tras el despido de dos amigos suyos por el documental que realizó sobre ellos es algo que lo afecta profundamente. Es un hombre que encontró en la narrativa aquello que lo llena por completo y tras ello, como contra-cara, encuentra que la denuncia y la inconformidad son temas espinosos de tratar; siempre hay más puntos de vista que el elegido por el camera-man.

El tiempo que transcurre en la película es de un año, a través de el cual Filip descuida paulatinamente a su familia. Aquel objetivo básico de filmar a su hija no lo llena ya, y cada aparición de su esposa en escena parece romper una fibra más de la soga que los une. No es difícil imaginar entre el humor y la ternura que genera el personaje que el final no será feliz. Es casi un hecho desde una conversación con su esposa en la que las discusiones toman un matiz más agresivo, tras una reunión de Filip con su jefe. Filip le confiesa que necesita algo más allá de la paz familiar y la estabilidad económica. “Un hombre necesita más que un hogar en paz”. La certeza de la busqueda de Filip está ya manifiesta en su asistencia a los talleres de cine, y en sus lecturas: Film y Polityka, diarios nacionales especializados.

Ya que hablo de los diarios polacos puedo darme una licencia para decir algo que me molesta.

A la gente que hace imagen sin ver cine.
A la gente que escribe sin leer.
A la quien compone sin escuchar música.

A todos ellos…

Ojalá se estrellen pronto y dejen el camino a quienes si lo hacen.

No más de cine, me da vueltas la cabeza y suena un timbre.

domingo, 24 de junio de 2007

Capitulo VI. De cómo nombro a Anna como tal por primera vez

Anna, la abogada, me llamó hoy, sin excusas. Anna tiene una historia personal rota y una amiga celosa y compresiva a la vez. Anna no tiene pena de decir lo que le pasó pero lo nombra poco. Anna no duerme, dice Spinetta, y lo que me parece es que si ella no duerme, el que duerme soy yo. Anna bailaba en el bar y un accidente nos unió en un movimiento sordo. La música pasó al plano posterior, degeneró por completo en un cadencioso susurro de lascivia. No nos tocamos, no nos besamos, no hablamos de más. No buscábamos en el otro lo que los demás buscaban. No buscábamos nada. Pero nos encontramos.

Sin hablar siquiera nos sumergimos en el ritmo. No sé cuanto tiempo pasó antes del nombre, antes de la etiqueta del recuerdo. Salió como una pregunta obligada y de ello derivó lo demás. Yo soy Anna, dijo entre el beat agresivo y yo que sonrío con todos mis dientes y digo mi nombre así nada más: César.

He llegado a pensar que lo que necesito es esto. Todo tan raro, tan acartonado. Me estrello en mis vacaciones, me hago mierda, luego viene el hospital, una enfermera solitaria que la agarró conmigo, un doctor de 24 años tan poco fiable, un avión de vuelta a Colombia, una escala en Bogotá y de golpe entre el mareo por el cambio de presión y el principio de gripe llega una nena en un bar medio a oscuras para obligarte a pensar en quedarte unos días.

No necesito teorías literarias, necesito algo de ella. Ella que tiene el cabello de una adolescente. Ella que no quiere ceder. Ella que asciende y desciende en mi cerebro en las noches dependiendo de mi flujo sanguíneo. Ella que llamó por primera vez hace un rato -yo ya la había llamado, no me voy a hacer el conquistador- y prometió llamar mañana. Ella, la que quiere verme de nuevo.

sábado, 23 de junio de 2007

Capitulo V. De las elipsis y otras formas de locura

Otro momento, otra disposición. Pienso en atemporalidades como las que suceden en mis textos y teorizo de nuevo como quien no quiere la cosa.
Hablé con Gustavo, mucho, y en medio del dialogo de medio día y el semáforo en verde, la frase: los recuerdos se narran en presente… cierto, me digo, cierto. Luego lo olvido entre el vino y la comida italiana de no sé cuantas horas.

Sin embargo algo hace que salga ahora de nuevo mientras releo lo que escribí esta mañana. La línea temporal nunca me ha preocupado. En mis textos hay rupturas tan extremas que recaen bajo el manto de descaradas. Pero uno piensa, ¿está mal eso? No lo creo, me contesto indeciso al principio. Pero cada vez aparecen argumentos más validos que simplemente no pretendo anotar por puro respeto a los teóricos de verdad.

Uno puede creer que es necesaria la linealidad en la literatura para crear un hilo conductor lo suficientemente coherente que haga que la historia se sostenga sola. Sin embargo, más allá de la linealidad en el término más puro, están las nuevas teorías que amplían el universo literario en su forma narrativa. No es narrar en orden, es narrar de manera que la totalidad de la forma lleve a suponer la historia en su estado puro. Así las elipsis (esa palabra de nuevo) tienen un valor mucho más allá de la omisión de partes narrativas enteras a manera de solución o inconformidad con los sucesos omitibles, punto de fuga para quien poco la ha usado. Se convierten en sí mismas en un lenguaje alternativo que fundamenta una tendencia. No puedo hablar por eso de una técnica nueva. Solo es mirar bien en el cine y te das cuenta que es una soberana tontería hablar de la elipsis como elemento nuevo. Para mí lo nuevo no es precisamente el salto, la dispersión temporal. Lo nuevo está en la subjetividad de la forma, en la omisión de más elementos narrativos, incluso hasta el límite de los riesgos confusos, donde es el lector-espectador quien acomodará las piezas del rompecabezas de manera inconciente. Ahora, es una propuesta. No me juzguen si lo que hago no sale así.

Es necesario, ante todo, contar con un lector-espectador dispuesto a aceptar el choque, el atropello al que será sometido. Mirá, leéte esto, no, no está en orden, no, no te van a decir que pasó en ese lapso, no, no importa si no te lo dicen, imaginálo vos. Igual asusta un poco desde cualquier lado, yo sé… bueno, no lo leás, alguien más lo hará.

Releo… si, da susto, miedo, terror, cuco, espanto, pavura… imaginá que un día te toque omitir un aspecto importante de tu historia personal, y que no lo elijas al azar sino que sea una elección fundamentada en pro de la necesidad narrativa, por un bien exacto. ¿Será que encontrás un motivo para rescatarlo o incluso para omitirlo felizmente? Bueno, siempre lo hay, para eso no hay que hacerse joda…

En este momento podría omitir por ejemplo la llamada de Anna de hoy, pero seguramente no omitiría la de mañana. No hubo tal llamada hoy, y sin embargo nadie dice que si no la nombro no existe. En algún momento la huella de esa mujer aparecerá en el texto como un fantasma, bajo el humo y la luz del bar del centro, aún cuando no sepa cómo, porque simplemente no es más que un principio.

Si he evitado hasta el momento su nombre es solo por divagaciones extra, por pensar de más en las conversaciones con Edgardo y el cambio de altura que derivó en un soroche digno de un ascenso vertiginoso al K2.

jueves, 21 de junio de 2007

Capitulo IV. De Juliette y su soledad

Conocí a una chilena encantadora en Buenos Aires. Hermosa, además. Pero ese no es el punto. Ella me contó una historia de una colombiana en Santiago. Esta historia.


Juliette y el vacio


Desde el mismo momento en que entró al apartamento supo que las cosas eran ya materia del pasado, pequeñas colisiones cósmicas de nada con nada, polvo de recuerdo y nada más.

Las horas, con su pasar lerdo, habían hecho de Juliette un manojo de principios de historias inconclusas, un pedazo que sin las demás piezas del engranaje no es más una burla al mecanismo.

Su vida, anuncio de distancia y recuerdos fugaces, de pequeños rayos que, a pesar de fugarse de una estrella en la inmensidad, no eran precisamente el eco de la grandeza del universo, de esa grandeza que ella no compartía, porque a pesar del ser parte del todo, no era mucho en realidad.

Miraba fijamente el cristal, y tras el cristal, desenfocadas, estaban las formas que creía conocer de ese mundo que hizo suyo por un tiempo y ahora se le iba de las manos. Veía como corría, como se hacia mundo en sus acciones solo por el hecho de ignorarla, como ratificaba que la existencia no estaba ahí por ella, como giraba una y otra vez ahora como lo había hecho desde siempre, desde esa eternidad antes de su nacimiento. No era necesaria, allí, apoyada contra el vidrio de su apartamento. No era necesaria.

Podía hacer un esfuerzo, entrar. Deberíamos caber todos, se dijo, todos sin exclusiones. Pero era ella quien se había excluido, era tan claro. No había sido Daniel cuando la dejó, ni su jefe cuando la trasladó a Santiago en pleno invierno. No fue ninguno de los que la ignoró en la ciudad, tampoco quienes intentaron integrarla.

Mientras abría la ventana pensaba en delfines y en la tienda de su barrio, pensaba en todo lo que perdía y en todo lo que ganaría, en lo triste que es el golf para quienes lo ven y en su madre. Pensaba en una mañana en el Ferri rumbo a Colonia, en el mate que nunca digirió y en el café, sobre todo en el café. Pensaba en hacer de sí una guerrera y afrontarlo, en jugar golf como su padre y no en verlo jugar a él. Pensó en días de verano lejanos, en su oficina, en que había olvidado siempre el nombre del conserje en el trabajo. Pensó en Daniel y luego, sin pensar más, se dejó caer.

Nadie preguntó quien era durante el levantamiento. Ni el portero la reconoció. Se estrelló de frente contra el mundo, murió con la imagen del vació grabada en la pupila.

lunes, 18 de junio de 2007

Capitulo III. De culpas literarias y tangueras

Todas las teorías que hay a mi alrededor sobre la relación espacio-temporal no son más que eso, teorías. Es absurdo, pero cierto, y eso tampoco es nuevo. Nada es nuevo, tampoco las historias de enfermeras -por eso no profundizo-, y por instantes miro la pantalla entre los parpadeos como queriendo encontrar la ruta que me lleve a la coherencia. Siempre desisto. Cansa un poco la filosofía barata, cansa. El problema y la ventaja en uno solo. La teorización sirve como catalizador. En medio de la marea anárquica de pensamientos siempre hay algo que rescatar, punto a favor. Luego viene la depuración, y uno se aburre barriendo de a pocos el texto, como queriendo que las cosas estén mejor dichas, como diciendo, “hay que pulir, hay que pulir”.

Releo… ¿Pulir? A la mierda la estética del hacedor-de-perfectos. Para mí el punto real, el meollo del asunto, está aquí, en la búsqueda, en el camino, en la ruta, en lo no-decantado, en lo no-terminado. No se cuenta una historia completa, las elipsis de las historias no llevan a nada concreto en el plano narrativo. Nada parece enlazar. Demasiados desvaríos, demasiados. El personaje se describe desde adentro, no desde afuera. Se describe desde lo que piensa de sus acciones, no desde sus acciones mismas. La relación con los demás se hace clara en su ausencia. No hay líneas temporales que respetar. No hay espacios precisos para nada, no hay “un lugar” para los textos dentro del libro, sino una infinidad de combinaciones que nacen de la misma ausencia de linealidad. Así es como sucede, y faltan cosas, y hay agujeros, y alguien empieza a odiar a otro sin una aparente razón, y puede que luego lo sepamos y puede que no pero la verdad es que lo importante ahí es el odio y no la razón. Literatura de vida, literatura anti-literatura. No destructiva, no anti… momento, suena agresivo. Así Piazzolla no era anti-tango, pero lo destruyó para darle de nuevo un significante, más allá de la comercialidad y la realidad de que hasta a Hitler le gustaba el tango… y cómo no, si era humano a pesar de... bueno, no sé. Sigo, lo que pienso está más relacionado con la anti-cultura, supongo, pero no mezclemos conceptos, tomémoslo con soda que si no, sabe a mierda.

Puedo crear perfectamente un texto de taller literario, una composición sobre la vaca para mañana y luego de final una novela (frase de Edgardo Lois durante una charla en Buenos Aires, copy right… de cuando en vez lo que haré será reconstruir pedazos de conversaciones con él sin tomar en cuenta quien dijo qué; no es facilismo, es falta de memoria).

Así mismo puedo perfectamente desvariar y toparme con la literatura en la sonrisa de una linda abogada en el bar Escobar Rosas una de esas noches de bienvenidas y aguardiente… es así, supongo.

La literatura de principio y fin, de orden, de planteamiento-nudo-desenlace, es totalmente valida si querés vender a amas de casa que aprendieron a leer para descifrar las etiquetas y las recetas que les dejó la abuela, la literatura de los hijos de esas madres que nunca tuvieron un libro en casa, esa la literatura que alguien pidió alguna vez en una librería de Buenos Aires con una sola necesidad, que no la hiciera pensar de más. Lindo, ¿no?

Y uno dice, bueno… este tipo vendió siete-millones-de-copias de ese librito nuevo, leámoslo. Y luego de la página quince querés un trago, no, necesitas un trago. Para mediados del libro te decís, “qué perdida de tiempo”, afortunadamente no lo compraste, te lo prestaron. Ese mismo día lo devolvés tras leer la última página. Literatura sin culpas para no culpables. Te pasás el libro entero asumiendo que la mala suerte del personaje es una cuestión mental y que esa grandísima cagada que hizo era necesaria, que hay que ser egoísta a veces. Y bueno, cerrás el libro siendo feliz. No hay que asumir el mundo. Es la ley. Y para cuando cruzás la calle simplemente no bajás la mirada porque el mendigo anciano no es tu culpa.

Capitulo II. Del cielo y la comida

Ayer me dije a mí mismo que dejaría de lado la pensadera. Trato de hacerlo pero día a día me hago más esclavo de la computadora como medio de redención. De otra forma no puedo pensar en salvarme luego, cuando me toque a mí…
Si hay un cielo, espero que no sea muy amplio, soy ágora-fóbico. Espero un buen clima y sobre todo buena comida. Una anciana amiga de mi abuela me dijo hace años que no pensara en esas cosas, que después de la luz ya las necesidades terrenales se convierten en necesidades espirituales, en alabanza eterna.

No puedo imaginar eso. Rezar mucho y comer poco.

No, gracias.

Capitulo I. De cómo empiezan y suceden las cosas

Me llamo Cesar, y puedo decir con certeza que hoy sucedieron y sucederán cosas. A veces no suceden por espacios de tiempo prolongados, pero hoy sí. La fuerza de la mano izquierda ha vuelto, supongo. La de la derecha dudo que se vaya alguna vez, pero uno nunca sabe. Tengo la misma fuerza de siempre en ambas, también sé que no es más que antes, por lo menos no por ahora. Sin embargo sucedieron y sucederán cosas, lo siento en el aire y en la confusión con la que escribo.

Aprendí en estos días a levantarme al miedo y a mirarlo a los ojos. Aprendí a “hacer” que sucedan las cosas, a buscarlas. Aprendí a amanecer con el día como si de ello dependiera mi existencia. Igual, es así, pero uno trata de mermarle protagonismo a lo inexorable, a lo que se sale de estas manos unidas tratando de retener el tiempo que se filtra como agua por entre los dedos.

Cuando uno se levanta al miedo aprende también a levantarse al asombro, porque tras cada respiración vital de temor, de desesperación, la fascinación por el final inminente es fuerte, por la fragilidad que sostiene el fiel de la balanza en medio, la maravilla te mira a los ojos por entre el miedo, te mira como parte del miedo, pero al mismo tiempo funciona como algo que te rescata de las sombras, una pequeña rendija en la celda.

No hay hilo aquí, no digo que pasa o qué pasó… un viaje, un accidente… una incapacitación prolongada en el extranjero en un hospital tan poco mío, una enfermera amable que cuando supo que no tenía quien cuidase de mí –según ella por mi vida de turista en el extranjero, según yo por física incapacidad- fue personalmente a mi departamento temporal por un par de pijamas, mi cepillo, mi desodorante y tres libros que encontró en la mesita de luz.

Continúo. No hay pretensiones en esto, y esto implica que el miedo está y no lo puedo negar. Si no estuviera simplemente escribiría tranquilo y no nombraría la sombra, pero está ahí. No nombrarla no la hará desaparecer.

Entran y salen pensamientos de manera casi aleatoria. Sobretodo entran. Esto que alcanzo a hablar de a pocos, a escribir de a pocos, es realmente una parte ínfima. Johnny, El Perseguidor, lo sabía. El tiempo se pliega sobre sí mismo de manera asombrosa, así que no es nuevo eso tampoco.

Parece que pasaron siglos desde el choque y la amistad con Fiorella, la enfermera. Parecen siglos porque simplemente hay que añadirle la distancia entre el Centro de Atención Intermedia del barrio Boedo hasta esta cabaña de campo en La Calera, Bogotá. Pero las distancias se atenúan si pensás que no vale la pena recordar a la enfermera por más complacencias a escondidas de por medio que hubiera, en contra de la prescripción medica de evitar esfuerzos.