lunes, 11 de febrero de 2008

Capitulo XVII. De lo inminente.

Se acerca poco a poco la hora de marcharme de aquí. No, no soy fatalista, no hablo de muertes prematuras o ascensiones en cuerpo y alma, pero si de deberes en otras ciudades y necesidades económicas que se acrecientan con las horas.

Mientras miro el reloj moverse cerca al ocaso me pregunto donde quedan las buenas intenciones cuando no querés construir nada realmente, cuando hacés castillos de naipes en mesas cojas y prentendés que duren el tiempo suficiente como para que la vida te deje recordarlo.

Anna se fue un tiempo de la ciudad por cuestiones de trabajo y yo mientras tanto sigo escribiendo como quien piensa que nada ha pasado. Y… en realidad es así, me digo. Me iré en unos días, eso no cambia.

Hoy, mientras caminábamos detrás del Palacio de Nariño me alentó a quebrar un par de vidrios del edificio para sacarme un poco la bronca con el presidente pero, antes que nada, me advirtió que a la hora del arresto ella no me conocería. Bueno, dije yo, lo acepto. Nos reímos un rato puliendo pormenores. Para cuando tomamos la decisión el palacio había pasado unas calles atrás. No fue demasiado difícil cambia de tema y, al momento de la despedida, hasta pronto y que te vaya bien, quedó en mí la sensación que debía quedar: Que la de verdad no estaba lejos.

Uno no se aferra, pero el cuerpo llama. Uno no se apega pero la boca recuerda. No es cuestión de superar el embate de los hechos como si de mártires se tratara. No hay distancia más grande que la que creamos nosotros, y esta distancia entre ella y yo la inventamos como medio de distracción. El bus se aleja entre el trancón de la 10 y yo me subo a lo primero que veo que me lleve hasta donde pueda tomar el bus a La Calera.

(…)

Si su amor fue flor de un día

por qué causa siempre en mí

esa cruel preocupación

(…)

Nostalgias de escuchar su risa loca

y sentir junto a mi boca como un fuego

su respiración

Angustia de sentirme abandonado

y pensar que otro a su lado pronto, pronto

le hablará de amor

Me siento torpe citando el arrabal con su pesimismo, no me moriré, pero es que cuando una canción ataca por la espalda en un instante como este, ¿cómo puede uno huir?.

Capitulo XVI. De lo que no hice por (el) accidente

¿Qué iba a hacer al barrio de Boedo el día del accidente? Nada realmente importante, pero lo cuento nada más porque por el accidente quedó truncada la traída a Colombia de un regalo importante en la vida de uno de mis mejores amigos.

Sur es un tango, tan conocido como muchos otros pero nunca con las connotaciones de Cambalache o El día que me quieras. Solo hasta mi llegada a Buenos Aires me enteré de lo inmensamente repetitivo que es el hecho de que a alguien le guste ese tango. Nunca se entera uno de eso cuando se esta lejos del puerto y, de cualquier forma, es el tango favorito de mi amigo Luis, y no hay como cambiar eso.

Un día, después de una de esas amenísimas conversaciones literario-musicales con Edgardo Lois en su departamento de Independencia al tres-mil-algo, tomando café y morfando pepas con mermelada de membrillo a la sombra de Tom Waits, salí a darme una vuelta por el barrio de los fantasmas del arte porteño.

Boedo tiene dentro de sí un extraño encanto. No hay parques, no hay atractivos arquitectónicos que no encontrés con mayor claridad en Palermo o en Recoleta. Pero cuando entrás a un café como el Margot, por ejemplo, sentís que el azar puede ponerte en cualquier momento frene a un fantasma como el de Pichuco o, por qué no, el mismísimo Homero Manzzi.

Homero vivió y creció cerca de Aníbal Troilo, Pichuco para sus amigos, en el ambiente tanguero de los años treinta y cuarenta. Cerca del año 1945 se enteró de la cercanía de su inevitable final a manos de un cáncer. Nace la letra de Sur con todo el dolor y la nostalgia, con toda la tristeza que se puede humanamente poner en algo tan triste de por sí como el tango, y es su amigo Pichuco quien lo musicaliza. Años después muere Manzzi y el círculo se cierra.

SUR

San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo,

Pompeya más allá La Inundación,

tu melena de novia en el recuerdo

y tu rostro flotando en el adiós

La esquina del herrero, barrio y pampa,

tu casa, tu vereda y el zanjón

y un perfume de yuyos y de alfalfa

que me llena de nuevo el corazón.

Sur, paredón y después…

Sur, una luz de almacén…

Ya nunca me verás como me vieras

recostado en la vidriera y esperándote.

Ya nunca alumbraré con las estrellas

nuestras marchas sin querellas

por las noches de Pompeya,

las calles y las lunas suburbanas,

y mi amor en tu ventana,

todo a muerto, ya lo sé.

San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido

Pompeya y al llegar al terraplén,

tus veinte años temblando de cariño

bajo el beso que entonces te robé.

Nostalgia de las cosas que han pasado,

arena que la vida se llevó,

pesadumbre del barrio que ha cambiado,

y amargura del sueño que murió.

Sur, paredón y después…

Sur, una luz de almacén…

Ya nunca me verás como me vieras

recostado en la vidriera y esperándote.

Ya nunca alumbraré con las estrellas

nuestras marchas sin querellas

por las noches de Pompeya,

las calles y las lunas suburbanas

y mi amor en tu ventana,

todo a muerto, ya lo sé.

En la esquina de San Juan y Boedo, en frente del café Sur, al que se refiere la canción y que se ha convertido en una pecera publicitaria de seven-up, está el café show Esquina Homero Manzzi. Allí fui a parar yo ese día. Un café con dos medias lunas, único menú a la mano de un estudiante turista, me ayudó a fijar la imagen del café en la retina y en el paladar –tenía que reforzar de alguna manera la impresión-, y mientras jugaba con la taza del café reconocí, a pesar de mi ignorancia en el tema del solfeo, la inscripción de la taza; En tinta negra, bellamente dibujada, estaba la partitura de la primera parte de la línea de la voz de Sur, con la firma de Manzzi. Me maldije una y mil veces por no andar con dinero a la mano para estos casos y me fui con la idea de volver luego para comprar como fuese la taza para mi amigo Luis.

Al día siguiente, con dos chicos argentinos que conocí por accidente en El fin del mundo, en San Telmo, me dirigí a la esquina a comprar la dichosa taza.

Lo que aún no entiendo es el afán del taxista en cruzar como una tromba la esquina de San Juan, cuando en esa dirección, bajando por Boedo, no hay que cruzar San Juan, la entrada del café esta justo antes, junto a la entrada del Subte. Misterios porteños que nunca descifraré.

Capitulo XV. Del paraíso: Palestina e Israel en un nuevo filme.

Ese chico que se inmola en un autobús en Tel-Aviv no es religioso. No ha preguntado si al final vendrán dos ángeles a recogerle o si Alá estará orgulloso de él. Ese chico lleva el estigma de ser el hijo de un colaborador de colonos, de judíos, de trabajar en un taller de mecánica donde los clientes nunca ven derechos sus parachoques recién reparados y reciben un tratamiento especial cuando tocan fibras sensibles del pasado del mecánico. Ese chico es un poco mayor que Anna y yo, pero no demasiado, y reacciona ante la primera falla de la operación subversiva -en la que él es el centro junto a su mejor amigo- con un miedo que parece dominarlo. Los que vemos desde fuera no entendemos ese terror. Nunca nos han atado bombas en el tórax. Por lo menos a mí no. Anna dice que a ella tampoco. Anna toma jugo de mora mientras me mira de reojo.

Imaginá el miedo que causa, más que la misma bomba que llevás encima, dudar de una decisión que tomáste hace meses ya, es un honor que lo hagás, eso te dicen, pero qué si no buscas honor, si no buscas redención, mejor reventar como igual que vivir como inferior, y te das una vuelta por la ciudad que no volverás a ver con la intención de encontrar la verdad, y pasan las horas y es la verdad quien te encuentra a vos justo antes que los amigos que te buscan y luego, como si no fuera poco, te relevan de la misión, pero no, la decisión está intacta, no falló la fuerza, no falló una fe inexistente, flaqueó el medio, casi te convencen que había otras formas, para mí las hay, para ella también, sí, pero para vos no y lo respeto, así que se toman las medidas que se necesitan, se hacen los preparativos, y cuando ese amigo que amás duda junto a vos lo salvás porque él tiene derecho a la duda, vos no, vos lo metiste en esto, vos lo sacás de esto, no buscas redención, ahora lo tenés más claro que nunca.

Mejor reventar como igual que vivir como inferior.

jueves, 7 de febrero de 2008

Capitulo XIV. De memorias y sombras

A Luis lo dejaron solo, en ese apartamento del centro de Bogotá, y antes de irme a Buenos Aires le prometí no demorarme, le prometí acompañarlo un poco. Qué puedo decir, si por el accidente me quedé más de lo previsto. Cuando llegué, Luis se había mudado ya a Medellín. No soportó la soledad allí en ese segundo piso de la Candelaria. Yo lo sabía, el me había llamado al hospital un par de veces. Antes de tomar el vuelo de regreso a Colombia recibí un mail suyo. Tan doloroso todo. Tanto.

Imaginé la situación, tomé sus ideas, sus frases, construí con eso un alterego de ambos, un puente que hiciera de lo que vivió él y lo que viví yo en algún lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, algo más universal. No lo logré, pero esto fue lo que resultó.

MEMORIA ENTRE SOMBRAS

Estoy de espalda al poniente, contemplando como los últimos rayos de la luz del día rescatan de las tinieblas lo poco que queda de ciudad sin consumir. La ilusión no durará mucho. Solo un par de minutos más y el último dardo de luz atravesará la galaxia para cubrir la superficie de la parte superior de la cima del edificio más alto de la ciudad.

La antena de la torre Colpatria brilla como una línea de luz, como un fino hilo de oro que se deshace ante la llegada de la noche. La oscuridad sin luna se tragará todo en unos segundos. Solo esa cuestión de esperar.

Disfrutar el paisaje parece una orden superior, y como tal la respetó, sentado, paciente.

Luego de que el hilo de oro ha sido tragando por el vacío de la ceguera nocturna, la inmensa sabana se hace visible, y la luz permite, por contraste, que observe los límites de su metrópolis, nunca mía.

Los barrios, ocultos a sus ojos por el resplandor enceguecedor de la luz del medio día, aparecen ante mí en la lejanía, como pequeñas miniaturas que hacen parte de este inmenso pesebre que era Bogotá.

Para cuando solo queda una línea de luz en el horizonte, la ciudad pierde poco a poco la inmensidad de sus terrenos y se va consumiendo sobre sí; las nubes del occidente se tragan, con su densidad, el día.

Oscuridad. Ese es el resultado de la espera. Pero poco a poco las luces artificiales de la ciudad cubren la sabana de pequeños puntos fulgurantes, convirtiéndola en una sábana tejida de estrellas que cubre la tierra para protegerla del frío abrumador de estos parajes.

Desde la terraza puedo ver con total claridad la curva que crean las luces por los pliegues de las montañas alrededor del valle, como si la gran sábana se plegase sobre sí misma en busca de calidez. Y al fondo, donde la ciudad se funde con la sombras, el vacío resultante me hace suponer en el extremo oriental del universo, como si eso que desconozco, incluso esos barrios ajenos a mi rutina que hacen de cualquier manera parte de la ciudad, limitaran de alguna extraña manera con el fin del mundo.

La otra orilla, la opuesta, son las montañas que conforman la cadena oriental de la ciudad.

En medio del humo del cigarrillo contemplo el parque de los periodistas, y en la soledad del parque veo reflejada la soledad de las circunstancias.

No es una falsa alarma. Ella me dejó. Como la luz del sol había cerrado tras de sí un ciclo completo, su partida habría de terminar un ciclo de vida. “Es igual”, me digo. “De cualquier manera no voy a dejar de caminar por eso”.

En medio del parque una niña vende dulces, otra, un poco mayor, marihuana y perico. Las soledad del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás. Mañana la soledad que conjuramos en la noche no será más que el recuerdo de la misma, y reemplazaremos ese recuerdo por una nueva soledad, un poco menos dolorosa en lo posible.

En medio de la noche, de esa bronca que generan los tombos a su paso, de la neurosis de las niñas de las torres de Quesada cuando suben a su casa y no quieren que nadie se les acerque, de las señoras que pasean a sus perros con la correa en una mano y la bolsa en la otra, en medio de las sombras recostadas contra los muros del parque está su silueta delgada; hace visos de mujer sola pero se sabe que no lo está. Señales de humo salen de su boca, pero no son para mí, son parar el mundo. Se hacen grandes a medida que ascienden a los cielos, luego desaparecen y ella espera que alguien las haya captado, porque no quiere estar sola.

En la soledad de la ciudad a media noche se habla de Bogotá y no de la capital. Se habla de la ciudad que acoge pero que no cede. Se habla de la ciudad bohemia que nace en las noches en La Candelaria, la ciudad que pertenece a los sobrevivientes de ella misma y a quienes se les concede como premio la dicha de la barbarie, la compañía en el Chorro de Quevedo de los que son como ellos, la posibilidad de beber sin pensar en la resaca porque la yerba no da esa vaina, o una muerte gloriosa a manos de un asaltante por defender un billete de diez.

Y aquí la ciudad es otro peligro distinto al que los asecha unas cuadras más abajo, en la décima. Aquí el miedo se disfraza de punk o de metacho, o de cualquier miembro de esas tribus de finales del siglo pasado, porque nada nuevo ha nacido aún entre ellos.

Mientras tanto ella se separa del muro y se dirige a la ciudad sin nombre, a ese centro nuestro que llaman Candelaria, pero que tiene todos los nombres de quienes la habitan y la habitaron en los años de gloria de la republica, en los años de Bolívar lanzándose por la ventana para huir de Santander, con la protección de Manuelita, en los años en que las calles no eran la tercera con diez y seis sino la calle del venado y la de la toma de agua o algo así, o la calle del cansancio o la de los fantasmas o la del retiro. Se separa del muro y, con pasos cansados y el cigarrillo en la mano derecha, avanza. Tiene la mirada de los jóvenes de aquí sin serlo del todo, la mirada de nunca mirar por donde va. Tiene la mirada que me gustaba y sin embargo la ciudad se adueña de sus pasos.

Del muro donde estaba avanza en zigzag hasta la esquina del parque. La ventana del edificio de enfrente la ilumina mientras yo, desde la terraza, la veo levantar el rostro hacia la luz. La veo sonreír y luego, como si la ciudad misma hubiese deseado que las cosas pasaran así, desaparece entre casas del siglo XVII y edificios del siglo XX, la ve hundirse en la irregularidad de esa metrópolis nocturna.

Y yo, dueño de mí mismo después de la amargura y un parpadeo anormalmente rápido parar no llorar, bajo las escaleras hasta el apartamento, y me siento en el sofá a esperar que hierva el agua para mi café, que teñirá esa soledad un poco para no compararla con la soledades de nadie. Las soledades del mundo son tantas que haríamos bien en no poner las nuestras por sobre las de los demás, eso lo sabe ya de memoria.

Capitulo XIII. De mi torpeza, los claveles y los tomates

Mística matemática esa de creer que el número perfecto puede ser el dos cuando nuestro sistema es decimal. De 0 a 10, ¿Dónde clasifica este ensueño? Vida mía que no sos mía: hoy que no aparecés te hago parte de la memoria para que me duela menos esta herida que me hice cocinando. Yo de torpe la meto con toda, ¿no?, sé que te reís en la distancia, nena desconocida o conocida a medias. ¿Dónde estará el secreto que me hará decir que te conozco? ¿Cuál será esa pequeña fábula olvidada que me hará sentir único en vos? A lo mejor no la habrá nunca, y me estoy preocupando de más en tocarte en el recuerdo con los dedos de esta mano derecha cuya fuerza no se ha ido nunca. Los dedos de la izquierda ahora, aparte de las huellas del accidente, tienen la marca de la estupidez culinaria.

Deme niña esa boquita

tan llena de encanto,

clavelito tilcareño,

clavelito blanco…

Cómo se unen las cosas. Escucho a Juan Quintero cantando folklore argentino y te asumo dentro de su música. Nunca te dije clavel y ahora te ligo solo porque la imagen me parece tentadora.

Los tomates están listos, solo queda que me de la gana de usarlos en el plato que preparo, pero tengo bronca aún por esta cortada tan pendeja que me duele como nunca. Uno viene tranquilo con sus tomates y suena una canción y le llega de golpe la imagen de una mujer desnuda y ya fue que te vas arrancando medio dedo.

Bueno, esas cosas pasan.

Capitulo XII. De lo que me pasó en BAires en tercera persona

El taxi se deslizaba a velocidad media. Sus ocupantes eran el conductor de los viernes que el dueño del automóvil tenía contratado, un joven estudiante colombiano y dos argentinos de edad similar que iban en la parte trasera.

Entre chistes nacionalistas o xenofóbicos transcurrían los minutos. Era la calle Boedo en el cruce con Moreno. Día lluvioso más no frío, con esa lluviecita cansona de Buenos Aires a mediados de Otoño.

La luz que llegaba desde el cielo a duras penas iluminaba los restos de día que deambulaban sueltos por ahí. Los negocios del barrio, cafés, farmacias, tiendas femeninas y de variedades pululaban de clientes que se guarecían de la molesta lluvia.

El taxi, un auto no muy viejo, no muy nuevo, aceleró cerca al cruce de San Juan. El conductor parecía apuradísimo aún cuando los pasajeros en ningún momento lo acosaban. Las luces de la tarde empezaban a encenderse en las lámparas públicas. La lluvia amainaba poco a poco.

Ni el taxista ni los chicos vieron el colectivo de la ruta 126 de servicio público que bajaba a alta velocidad por San Juan. El taxi recorrió unos treinta metros más después del golpe, impulsado por el impacto.

En el momento del arribo de las ambulancias al lugar del accidente uno de los chicos argentinos había podido salir de los hierros retorcidos del taxi ileso y luchaba por ayudar a los otros tres a salir. El colombiano estaba inconciente.

Cuando Cesar -el colombiano- despertó, estaba en una camilla del Centro de Atención Intermedia del barrio Boedo, muy adormecido aún por el golpe y los analgésicos que a bien tuvo la enfermera en ponerle para cuando despertase. Habían pasado ya unas cuatro horas.

Resultado: Pierna derecha fracturada. Contusión no muy severa en el cráneo, pero que requeriría un par de semanas de observación (ese misterio con el monitoreo constante de su golpe en la cabeza confundió y asustó a Cesar, y lo tuvo bastante estresado un buen tiempo). Muñeca izquierda con múltiples contusiones de orden menor (nadie se explica por qué la izquierda y no la derecha si el golpe llegó por ese lado).

La enfermera Fiorella pareció extrañamente atraída por el malogrado Cesar. Este no opuso demasiada resistencia a sus embates de deseo. Para cuando Cesar abandonó el hospital y volvió a Colombia, Fiorella lloró un poco a solas, pero salió de nuevo al mundo después de unas buenas dosis de diacepan.