jueves, 21 de junio de 2007

Capitulo IV. De Juliette y su soledad

Conocí a una chilena encantadora en Buenos Aires. Hermosa, además. Pero ese no es el punto. Ella me contó una historia de una colombiana en Santiago. Esta historia.


Juliette y el vacio


Desde el mismo momento en que entró al apartamento supo que las cosas eran ya materia del pasado, pequeñas colisiones cósmicas de nada con nada, polvo de recuerdo y nada más.

Las horas, con su pasar lerdo, habían hecho de Juliette un manojo de principios de historias inconclusas, un pedazo que sin las demás piezas del engranaje no es más una burla al mecanismo.

Su vida, anuncio de distancia y recuerdos fugaces, de pequeños rayos que, a pesar de fugarse de una estrella en la inmensidad, no eran precisamente el eco de la grandeza del universo, de esa grandeza que ella no compartía, porque a pesar del ser parte del todo, no era mucho en realidad.

Miraba fijamente el cristal, y tras el cristal, desenfocadas, estaban las formas que creía conocer de ese mundo que hizo suyo por un tiempo y ahora se le iba de las manos. Veía como corría, como se hacia mundo en sus acciones solo por el hecho de ignorarla, como ratificaba que la existencia no estaba ahí por ella, como giraba una y otra vez ahora como lo había hecho desde siempre, desde esa eternidad antes de su nacimiento. No era necesaria, allí, apoyada contra el vidrio de su apartamento. No era necesaria.

Podía hacer un esfuerzo, entrar. Deberíamos caber todos, se dijo, todos sin exclusiones. Pero era ella quien se había excluido, era tan claro. No había sido Daniel cuando la dejó, ni su jefe cuando la trasladó a Santiago en pleno invierno. No fue ninguno de los que la ignoró en la ciudad, tampoco quienes intentaron integrarla.

Mientras abría la ventana pensaba en delfines y en la tienda de su barrio, pensaba en todo lo que perdía y en todo lo que ganaría, en lo triste que es el golf para quienes lo ven y en su madre. Pensaba en una mañana en el Ferri rumbo a Colonia, en el mate que nunca digirió y en el café, sobre todo en el café. Pensaba en hacer de sí una guerrera y afrontarlo, en jugar golf como su padre y no en verlo jugar a él. Pensó en días de verano lejanos, en su oficina, en que había olvidado siempre el nombre del conserje en el trabajo. Pensó en Daniel y luego, sin pensar más, se dejó caer.

Nadie preguntó quien era durante el levantamiento. Ni el portero la reconoció. Se estrelló de frente contra el mundo, murió con la imagen del vació grabada en la pupila.

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