lunes, 6 de agosto de 2007

Capitulo XI. De crónicas y mentiras

No todo es mentira en lo que sigue, créanlo.

Hace muchos meses que Gustavo me contó una historia de la cárcel de mujeres del Buen Pastor, en Bogotá. Me dejó trastornado. Tras un poco de maquillaje se ve así.


PAISAJE DESDE UNA VENTANA


Los días se hacían largos, casi eternos. La soledad de la celda le hacía sentir tan miserable como era posible y de alguna extraña manera se estaba acostumbrando a su pedacito de mundo. Bostezaba y ponía atención en sus bostezos como si nunca lo hubiera hecho, de la misma manera que ahora seguía el sol desde que salía mientras se arrastraba por el piso de su celda de un extremo a otro, y al tiempo bostezaba y sonreía, cosa que siempre había podido hacer.

La resignación es ante todo un acto de fe; un acto de fe en el vacío y en la miseria, por decirlo así, porque mientras se está más cerca al fondo menos se ve la luz, y la confianza en salir a flote se cambia poco a poco por la de hundirse, como un peso muerto, hasta el fondo de la fosa que nos espera con las fauces abiertas.

Las guardias la trataban bien, y eso ya era bastante. Toda la prisión sabía que era inocente porque se veía en sus ojos, y aun cuando tenía la simpatía de muchas de las internas, no faltaban los roces. Sin embargo no hubo necesidad de contar su historia porque a nadie le importaba; todas se parecen, todas son iguales y distintas bellas y enfermas al tiempo y a su manera, así que ella tampoco preguntaba, aun cuando quería. Ellas imaginaban su inocencia a través de su propia culpabilidad, porque conocían ambos extremos; ella no tenía más que uno de los lados de la soga en la mano.

Hace un tiempo María empezó a pintar las paredes de su celda con vinilos que le lleva su hijo en las visitas. Era un niño fuerte y no se dejaba amedrentar por la cárcel, o por ver a su mamita en ese cuartito tan pequeño y tan poco iluminado. Conseguía los vinilos con la excusa de que eran para él, para la escuela, y los llevaba los fines de semana que tenía visita.

Pintó y se pintó por dentro de color cuando vio las paredes iluminarle la soledad y hacerla menos des y más dicha, y permitiéndole encerrarse en su celda sin que la molestaran, entregada por completo a su labor. Pintó como en años pasados, como en la universidad de nuevo preparando una exposición o dictando la acostumbrada clase de siete los Jueves en el salón 215 del bloque de artes plásticas.

Y había alguien allí que contemplaba con muda fascinación el correr de los días. Emma pasaba a diario a ver los avances. Al principio María no parecía muy a gusto con que la observaran, pero terminó por necesitar su compañía, sus comentarios y su sonrisa inconclusa por la falta de un par de dientes. Emma, la señora de edad que llevaba casi una vida en la cárcel, la señora jardinera que mató a su esposo cuando intentaba violar a su hija.

Emma llegaba en las mañanas y sonreía desde la entrada, y María bostezaba y ambas sabían que el día no sería tan malo si estaban juntas allí, una tejiendo con mano ágil un cobertor de colores para su pequeño refugio, y la otra imaginándose en él.

Las cosas se hicieron así por meses y meses, tiñendo de alegría su rutina, y para finales del primer año la pintura abarcó todas las paredes.
El día que llegó a la cárcel lo único que la animó fue el paisaje que se veía desde su celda, una vista hermosa de esa parte de la ciudad, casas y casas acumuladas unas sobre otras y al fondo, como aplastando toda esa multitud de construcciones desordenadas, las montañas que siempre la regocijaban.

Y eso pintó adentro, para no tener que asomarse a la ventana, para contemplar la inmensidad de la que fue retirada a la fuerza desde la litera cuando, recostada contra una de las paredes, meditaba con la vista perdida en el vacío esperando a que llegara Emma a romper la calma con sus tonterías.

En una nueva visita su hijo le trajo un pincel muy fino, y nuevos colores.

Al principio no supo que hacer, viendo todo cubierto. Sentía que los retoques le quitarían en parte la belleza que tiene la imperfección, porque es la imperfección la que hace hermosa la pintura, esos pequeños detalles que nos hacen notar que no estamos ante una foto, que el espacio fue deformado, que hay salvación mientras no haya necesidad de doblar la naturaleza, sino imitarla a nuestro estilo. Pero pronto encontró el punto. En una pequeña parte del dibujo, en el margen derecho inferior de la pared opuesta a la litera encontró un pequeño lote baldío que equivalía (al mirar por la ventana) a un terreno que hacía parte de la cárcel; y entonces lo supo.

En pocas semanas tuvo este lugar decorado como el mejor de los jardines, lleno de flores de todos los colores y tamaños y formas e intenciones, mientras la excitación de Emma crecía; Hablaba cada vez más del jardín, de sus años de jardinera, daba consejos y nombraba las flores y le decía como colocarlas y como no, y que aquí no puedes poner estas porque la pared les tapa el poniente y lo necesitan, y esto y aquello; y Emma estaba aportando a crear un jardín en el que cualquier pareja de enamorados pudiera pasar la tarde complacida por la belleza que los rodea, perdida en la contemplación el uno del otro y enmarcados en todos los colores con los que los enamorados imaginan el paraíso y esas cosas.

Pocas personas habían visto lo que había hecho, pero bastó que la pintura fuera vista por una sola de las presas para que toda la prisión se enterara. Parámetro humano común eso de no dejar caer media, de ser tan comunicativos con lo que no nos incumbe y tan poco dados a hablar del clima cuando hay algo que decir sobre alguien más.

El mismo día la encargada de la prisión fue a verla. Boca abierta y todo eso. María bostezó y sonrío al tiempo, porque se puede. No había vanidad en su actitud ni mucho menos. Para ella no era meritoria la pintura, era necesaria; y a estas alturas no sabía ella hasta que punto era meritorio lo que se hacía por necesidad.

Días después vino el director del instituto nacional penitenciario.

Nada de hablar de propuestas artísticas ni esas vainas. El punto es que estaba interesado en mirar. Uno de esos tipos que son aficionados al arte sin tener ni idea de la diferencia entre un Münch y un Kinkade. Contempló por largo rato la pintura, los detalles, los colores. Dejó que sus ojos le guiaran en ese acercamiento subjetivo de la realidad. Parecía un niño, alguien que ve el mundo por primera vez. Luego se asomó a la ventana y repitió la operación. Y dibujó en su rostro una sonrisa como quien descubre algo que nadie más ha visto.

Le preguntó a María sobre el jardín: quería saber el porqué de la diferencia. Y María le contó después de un bostezo contenido (realmente no había nada de altanería en su gesto, así que prefirió evitar...) la historia en pocas palabras. Ambos coincidían en que ese pequeño terreno baldío rompía la armonía del conjunto, y que la pintura era un intento de reivindicación de parte de María para con la naturaleza, porque a fin de cuentas toda la concepción de ciudad estéticamente hablando es del hombre, y poco tiene que ver la natura en esto. Bueno, cabe anotar que ambos coincidieron sobre la opinión de María. El director nunca lo hubiese visto así. Pero el mérito está en creerle a María lo que decía.

Todo terminó con un apretón de manos y un respetuoso bostezo.

Un par de semanas después María vio a lo lejos sobre el modelo de su pintura el auto del director nacional acercarse. Y pensó que sería bueno una clase de nuevo. Hacía ya tiempo que no tenía alumnos que la escucharan (porque la buena voluntad de Emma a fin de cuentas no era más que eso, buena voluntad) y el director era tierra fértil y arada para lanzar las semillas y esperar que florecieran.

La visita venia movida por su propio motor: El director quería que el jardín fuese una realidad. María se sentó y no pensó ni por un segundo en bostezar. El director hablaba y hablaba y le decía que quería que ella lo cultivara, que quería ver esos colores en el rincón de la prisión.

Y en un momento de gracia, de esos que solo tienen las Marías, a María se le iluminó la cara como al director hacia días y empezó a hablar a una velocidad que ni ella lo podía creer, diciéndole al director que debía ser Emma la encargada porque ella no era más que una pintora y saldría en poco tiempo y que Emma era jardinera y sabía de flores que no debían ponerse junto al muro para que les diera el sol y que era buena persona y sabía hablar de flores y que era jardinera. El director llamó a Emma y luego de una breve entrevista consintió en que se hiciera así. Y a los pocos días Emma estaba en el lote con tijeras y pala de jardinera, y sombrerito y overol y una sonrisa hermosa.

María salió meses después y dejó de regalo a Emma, con consentimiento del director, su celda. Cuando Emma se mudó encontró algo nuevo en la pintura: la imagen de una jardinera trabajando en su jardín. Lloró y bostezo de felicidad.

Así pasaron los días con María de vuelta en la universidad, dando clases y hablando de Emma a sus amigos antropólogos y sociólogos y siquiatras y sicoanalistas y jardineros. Pintó mucho, para no perder el ritmo que había adquirido en la prisión y fue feliz como se podía.

Medio día. Llamada que no encuentra respuesta y deja mensaje en el contestador. María, venga a visitar a Emma, pasó algo horrible. María que llega tarde con su hijo y escucha el mensaje. Deja el niño en casa de su madre (la abuela del niño) y corre a la cárcel. Entra saludando a todos con expresión afable, pero puede ver que algo anda mal. Lo recibe el director en persona, y tiene la expresión decaída, casi fatal.

El director le pide que tome asiento. Habla del clima y le pregunta por la universidad. María no puede pensar en eso ahora, así que es directa y pide que le aclare que pasó con Emma. El director respira profundo y explica: la semana pasada alguien dejó la verja de las vacas que hay en el terreno aledaño abierta. Cuando Emma bajo al día siguiente al jardín encontró cuatro vacas terminando de comerse las flores y una cantidad de mierda increíble.

María suspira. Sus ojos se llenan de lágrimas hasta el borde y se derraman inevitablemente. Emma está en la celda, continúa el director, deshecha. No ha probado bocado desde el hecho, y pide desesperadamente un pincel y algo de vinilo, para poner en orden la pared.

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